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LOS ESCRITOS DE DISCÓBOLO

Relatos

R E T A Z O S

R E T A Z O S

 

 

Tengo muchos años, seguramente más que todos vosotros. He hecho de todo en la vida, creo que lo único que me falta es montar en globo y tener relaciones homosexuales, aunque nunca es tarde para subir en globo.

 

Desde los nueve años, mis vacaciones de verano me las pasaba trabajando de “traidor” en una editorial (¡niño, tráeme pacá el botijo!, ¡niño, vete a por un bocata con 2 pesetas de chorizo!). Después, mi Universidad fue la calle, el Mundo.

 

El otro día, leyendo Retazos de vida, de SugSpice, vi que tenía algo en común con él: yo también soy un pied-noir, he perdido a un hermano y a mis padres, y sé el desgarro que eso te produce, sobre todo la muerte de mi madre que, a pesar de mis años, es cuando sentí que se partía el cordón umbilical que me había tenido unido a ella y noté el sentimiento de impotencia más grande de mi vida. En lo referente a la música me lleva mucha ventaja, ya que yo quise aprender a tocar la guitarra, pero como las clases eran gratis, el profesor me dijo que sólo quedaban plazas para bandurria. Lo único que aprendí a tocar fue “clavelitos” (mi-fa-mi-fa-mi, mi-fa-mi-fa-mi) antes de mandarlo a hacer puñetas.

 

Después, en París, donde en mayo del 68 unos gendarmes me metieron en un furgón y casi sin darme cuenta de nada me pusieron directamente en España por la simple tontería de encontrarme, por casualidad, en medio de un follón donde la gente lanzaba adoquines a la policía y yo los fotografiaba, aunque en el informe policial ponía que yo portaba en mis manos cuarto y mitad de adoquines. Una vez en España fui “invitado amablemente” a hacer el Servicio Militar. Allí me encontré con un español nacido en Orán (Argelia), que, según él, que era mayor que yo, y también repescado, había sido miembro activo de la OAS (Organisation de l’Armèe Secrète). En cuanto llegaron los legionarios al campamento, nos alistamos con ellos.

 

En aquellos años había una competencia atroz con Regulares 2 y desfilábamos a 180 pasos por minutos y no a los 140 que lo hacen hoy, según oí en la tele. Por la mañana tenías que ir vistiéndote muy despacito, sin que lo notara el imaginaria, porque al terminar el toque de corneta ya tenías que estar formado en el patio. Desayuno e instrucción a tope. Otros días tiro, marchas, en fin, todo el día liados.

 

Pues este pied-noir, de apellido Pagán, en las clases de teórica (asignatura sobre armamento, tácticas de combate, etc.) se quedaba frito, lo que llevaba implícito hacer unas cuantas flexiones o un paso ligero de esos que las rodillas llegan hasta la frente. Un día de fuerte calor africano mi compañero pegaba cabezadas de todos los colores, hasta que se percató el suboficial que impartía la clase:

 

—Pagán, hágase 20 flexiones a ver si eso le quita el sueño.

 

—No pienso hacerlo, puede usted tomar las medidas que crea más oportunas.

 

—Muy bien, voy a dar parte por escrito de usted porque yo no tengo autoridad para meterle el paquete que le va a caer, ni el que a mí me gustaría.

 

—Le advierto que alegaré en mi defensa que usted es nulo como profesor, a no ser que me explique cómo se coloca una bomba en una caja de cerillas, o en un coche para que explosione nada más arrancar o a los diez minutos de puesto el motor en marcha.

 

—Usted no puede alegar nada; usted ha cometido un acto de indisciplina muy grave y deberá enfrentarse a las consecuencias, y como usted es nuevo, le advierto que no le van a gustar nada.

 

No sé lo que pasó, si los mismos legionarios le pusieron al corriente de lo que se jugaba, pero el caso es que desertó. Seguro que pasaría a Marruecos, ya que dominaba perfectamente el árabe. Ni siquiera se despidió de mí, no sé si porque yo le había dicho que de niño “trabajé” en el periódico del FLN (Front de Libération Nationale) argelino o simplemente por razones logísticas.

 

Todos tenemos un pasado, una vida, unos más dura que otros (la vida); por eso, puedo aconsejar y aconsejo (sin cachondeo) que procuremos olvidar lo malo pasado y hacer lo imposible por hacer agradable el tiempo que quede por vivir.

 

EL CUERVO

EL CUERVO

 

Un lunes por la mañana apareció en mi lugar de trabajo uno de los aprendices con una caja de zapatos en la mano.

 

—Menudo bocata traes hoy, Benjamín.

 

—No es un bocata, es un pájaro que encontré en la Casa de Campo y mi madre no quiere tenerlo en casa.

 

Abrió la caja y allí había un simulacro de pájaro, sin plumas, recién salido del cascarón y feísimo. Yo estaba soltero y decidí criar al pobre pajarillo.

 

Antes de llevarlo a casa pasé por el bar del barrio donde nos reuníamos a tomar unas cervezas. Enseñé el ave a mis amigos y un señor mayor me dijo:

 

—Chaval, eso es un cuervo.

 

Seguidamente me informó de la forma de alimentarlo, aunque me aconsejó que lo tirara a una papelera. Por supuesto no le hice caso en lo de tirarlo a la papelera y lo subí a casa. Todos los días lo alimentaba con exceso: primero, pan mojado en leche, higadito de pollo muy picado, etc., hasta ponerle el buche que se caía hacia delante cuando intentaba andar.

 

Lo bauticé con el nombre de “Judas” y el cuervo fue creciendo. Lo enseñé a volar y lo llevaba encima del hombro, donde siempre volvía después de revolotear. Me acompañaba a mi trabajo donde surcaba la nave de punta a punta y me causaba más de una discusión con mis compañeros a causa de sus cagaditas.

 

Llegó el día soñado. Mi novia, la que hoy es mi mujer, por fin iba a subir a mi piso: yo me relamía pensando la tarde que me esperaba. Al abrir la puerta, “Judas” revoloteó hacia mí para darme, como siempre, la bienvenida. Ella dio un grito espantoso que se confundió con el portazo.

 

—Agggggg, qué pájaro tan horroroso: es un cuervo, y los cuervos son pájaros de mal agüero. Hasta que no te deshagas de él no entraré en esta casa.

 

Esa noche no dejé de pensar ni un momento en su ultimátum: “el cuervo o yo”. Tuve que regalárselo a una amiga.

 

A veces tomamos decisiones equivocadas.

 

 

 

APRENDIZ DE PERIODISTA

APRENDIZ DE PERIODISTA

Linotipia y rotativa 

 

A partir de los doce años comencé a simultanear los estudios con mi aprendizaje en la editorial más grande del norte de Marruecos, donde se editaban varios periódicos. Al principio fui pasando por las distintas secciones hasta llegar a linotipias, consideradas por aquellos entonces como el súmum de las Artes Gráficas. Después apareció el offset y más tarde la informática hizo presencia invadiéndolo todo, y donde se necesitaban trescientas personas para editar un periódico de gran tirada, ahora esa labor la podían hacer muy pocas personas, con el ahorro en los gastos correspondiente, que no se vio reflejado en la bajada de precios ni de periódicos ni de libros, sino que el aumento de ganancias, como siempre, fue obtenido por los empresarios.

 

Con el tiempo fui acompañando a los periodistas a hacer sus entrevistas, e incluso, cuando el personaje era de segunda fila: futbolistas de poca categoría y similares, el periodista me entregaba el cuestionario y yo me trasladaba y anotaba las repuestas. Después el maestro corregía todas las innumerables erratas que cometía, adjuntaba la fotografía del personaje y las mandaba a talleres, ahorrándose la mitad de su trabajo. Quiero aclarar que yo no cobraba por este trabajo, sino que además estaba agradecido, y el periodista se embolsaba todo, hasta las gracias, que jamás me las dio.

 

Pero lo que más me gustaba era asistir a los juicios. Tengo especial recuerdo de uno de ellos porque el juez tuvo que desalojar la sala (menos mal que a la “prensa” nos respeto y dejó que continuásemos), ya que se formó un gran jaleo: unos en contra, otros a favor y otros riéndose. Se trataba de una demanda de divorcio por parte de una mujer, alegando que su marido la obligaba a realizar sexo anal.

 

El juez llamó la atención severamente a este individuo, que permanecía con cara de alucinado, como extrañado de que no se comprendiera su actitud.

 

En un arranque de sinceridad este hombre se atrevió a hacerle una pregunta al Tribunal:

 

—Señor juez, si su señoría compra un huerto con dos puertas, ¿por cuál de ella entra?

 

El juez, de muy malos modos, le respondió:

 

—Por la que me dé la gana.

 

—Pues eso es lo que hago yo.

 

Entonces fue cuando se lió el jaleo en la sala. En realidad él había “comprado” a su mujer. Así funcionaban las cosas allí: el haber entregado al padre de la mujer un par de vacas creía que le daba derecho a ser su dueño.

 

El juez concedió el divorcio, cosa muy extraña que en un país árabe gane una demanda de divorcio una mujer (en algunos no tienen derecho ni a presentarla).

 

 

 

EL FARERO (FIN)

EL FARERO (FIN)

David estaba dispuesto a todo, hasta tal punto de haber puesto silenciador a la pistola, así que, sin pensarlo dos veces, disparó al brazo derecho de Ignacio, que lanzó un grito de dolor al sentir la mordedura de la bala en su carne y en enseguida quiso taponarse la herida con la mano izquierda, dejando al descubierto el mando del segundo sótano.

 

David empujó al farero hacia el sótano y éste rodó por las escaleras. Al querer incorporarse, iba agarrándose a las tuberías. La perra no dejaba de ladrar mientras daba vueltas sobre sí misma. El farero, en su inmenso mareo se agarró a la palometa que accionaba la apertura del suelo y éste empezó a abrirse.

 

—Ahí la tienes, baja a por ella —dijo el farero.

 

—No pensarás que vas a dejarnos abajo a los dos, ¿verdad? Ahora serás tú el que ocupe ese lugar.

 

Mientras decía esto, Lourdes empezaba a subir las escaleras y la perra no dejaba de hacerle fiestas. Ella se lanzó hacia su marido con la intención de abrazarlo, pero él le hizo un gesto para que se parase: no se fiaba de la reacción del farero y no quería darle ninguna ventaja.

 

Ella le gritó:

 

—Quítale el reloj, es el mando que abre el sótano desde dentro.

 

Así lo hizo David, y ni siquiera le dio opción a que bajara las escaleras: de un tremendo puñetazo lo lanzó al fondo, donde el farero intentaba reincorporarse. Logró ponerse de pie y empezó a pedir perdón y clemencia. Ofrecía una visión patética con la cara cubierta de sangre producida por el culatazo que David le asestó en la frente y el goteo continuo de sangre procedente del disparo que recibió en su brazo derecho.

 

Lourdes no dejaba de llorar y su marido tuvo la primera idea de dejarlo encerrado en el zulo, pero más tarde o más temprano podrían descubrir su cadáver y no estaba dispuesto a que aquel individuo le fastidiara la vida dos veces, y, aunque jamás lo descubrieran, sería terrible vivir toda una vida pensando cómo habían asesinado a un hombre, por mucho que se lo mereciera.

 

—Déjalo encerrado ahí abajo, que se pudra, y vámonos a casa, que no soporto ver más su cara —dijo ella sin dejar de llorar.

 

—Eso es lo que se merece —le replicó David—, pero no podemos vivir toda una vida con un asesinato sobre nuestra conciencia, y, si por casualidad algún día lo descubren, no quiero que nuestro hijo tenga nunca que avergonzarse de nosotros.

 

—Haremos algo mejor, llamaremos a la policía local para que se haga cargo de este despojo humano. Que se lo lleven, lo juzguen y se pudra, pero en la cárcel.

 

—No sé si podré reponerme de esto.

 

—Claro que sí, yo te ayudaré, cariño. Dentro de nada lo verás como un mal sueño.

 

Así se lo comunicó a su mujer e hicieron propósito de olvidar el incidente por el bien de ellos y de su hijo. Después de un largo abrazo, descolgaron el teléfono y llamaron a la policía local, a los que David dio todo tipo de detalles. A los pocos minutos un par de ambulancias y varios coches de policía se encontraban en la puerta del faro. Tanto Lourdes como Ignacio fueron ingresados en un hospital para recibir atención médica y después ella volvió a casa con su marido y su hijo, y él, cuando saliera de la cárcel, estaría tan mayor que no tendría ni fuerzas ni ganas de volver a las andadas.

 

Y ella..., ella jamás olvidará ese maldito día ni a ese maldito farero.

EL FARERO (Parte 6)

EL FARERO (Parte 6)

 

Plano del sótano segundo o zulo

Ella estaba cubierta con una sábana, sentada al borde de la cama y llorando. Su cabeza era un hervidero de ideas confusas, de preguntas, de ansiedad. Su hijo y su marido no se le borraban ni un segundo: ¿Qué pensarían?... y ella, ¿cómo podría salir con vida de aquel agujero? ¿Por qué el desayuno y la comida se los sirvió por una ventana que abría y cerraba herméticamente y no personalmente? ¿Por qué la semidrogó para violarla? ¿Pretendía que ella se enterase de que estaba siendo violada, pero no quería resistencia? La única realidad era que tenía que tener mucho cuidado porque era un enfermo mental muy peligroso.

 

El deslizamiento del techo la devolvió a la realidad de su verdugo. Desde su perspectiva, como la primera vez, lo vio muy alto, pero a medida que descendía parecía recuperar su estatura normal. Su desnudez hacía que su miedo aumentase a medida que él se acercaba. Ella observó que él llevaba un reloj, sin números, cuadrado, de color verde, pero su cabeza no estaba en condiciones de hacerse preguntas, y mucho menos de responderlas. Cuando él se sentía dueño de la situación no cerraba el techo, sabía que nadie le oiría en aquel apartado lugar. Dirigiéndose a ella, con tono muy agresivo, le ordenó:

 

—Quítate la sábana de encima y siéntate que quiero hacerte unas preguntas. No intentes ninguna tontería porque entonces te mataré con mis propias manos. Vamos a ver, quiero que tengas claro que si me mientes en algo vas a arrepentirte cada día de haber nacido. Así que tú sólo limítate a contestar a lo que yo te pregunte, porque te advierto que me da igual tenerte aquí que matarte. Vamos a ver: ¿qué es lo que le gusta más a tu perra?

 

—Ella sólo come pienso para perros. ¿Cómo sabes que tengo una perra?

 

Aquella pregunta le sacó de quicio y la golpeo con tal violencia que empezó a sangrar por la boca. Desde ese momento no volvió a decir ni una palabra. La idea del farero era envenenar esa misma noche a la perra, cosa bastante arriesgada y más en un animal que sólo comía pienso. Estaba tan irritado que toda su ira pensaba hacérsela pagar a ella; así que, se acercó al lugar de la cama donde ella estaba sentada, se quedó de pie frente a ella, metió su mano en el bolsillo y sacó una navaja de hoja larga estrecha y muy afilada:

 

—Ahora, vas a abrirme la bragueta, sacarme la polla y chupármela con mucha suavidad. Si siento el menor roce de tus dientes, no volverás a ver a ese chucho porque te degollaré como a un cordero, pero lo haré lentamente.

 

Para demostrarle que estaba dispuesto a hacerlo le dio un pequeño corte en un hombro e introdujo la punta de la navaja dentro del otro hombro. Ella gritó desesperada, y él le advirtió que si volvía a gritar de nuevo, no le importaba violarla mientras se desangraba. Lourdes no tuvo más remedio que plegarse a los deseos del psicópata para poder conservar la vida mientras se presentaba una oportunidad para poder huir de aquel calvario.

 

—Lo estás haciendo muy bien. Así me gusta; ahora ponte a cuatro patas que voy a sodomizarte como a una perra… ¡Vamos, de prisa, cerda; después, cuando estés bien mojadita, terminaré dejándote el coño relajado!

 

Ella obedeció y se puso a cuatro patas, pero la visión de la mujer en esa posición, después de la felación que había recibido, le hizo que eyaculara sobre sus nalgas antes de darle tiempo a ningún tipo de penetración. Se sintió tan mal que propinó una patada en el costado a la mujer que la tiró fuera de la cama, mientras él subía las escaleras, avergonzado en su interior. Fue a la ducha, pero antes pasó por el cuarto secreto, enchufó las cámaras y ella permanecía desvanecida en el suelo.

 

Nada más salir de la ducha sintió uno golpes enormes en la puerta del faro. Por inercia, abrió sin preguntar quién era y se encontró con Daniel. El marido de Lourdes había decidido jugarse el todo por el todo. Abandonó el hotel, metió la perra en el coche y se acercó al faro por una calle lateral, dejando a Laika dentro del vehículo, muy cerquita del edificio.

 

Ignacio puso cara de asombro al verlo, pero no le dio tiempo a decir nada, porque David le asestó un enorme golpe en la frente con la culata de su pistola. Cogió las llaves, que estaban puestas en la cerradura y se las llevó, dejando la puerta entornada y el cuerpo de Ignacio tirado en el suelo, sin conocimiento y sangrando por la frente. Fue a buscar a Laika y volvió donde se encontraba el farero. Cerró la puerta con llaves, mientras la perra subía escaleras arriba y al rato bajaba arañando en la puerta del primer sótano. David buscaba agua para reanimar al farero sin prestar atención al animal.

 

Al notar el agua fría en su cara, Ignacio se recuperó, se sentó en el suelo y se puso las manos en la cabeza para mitigar el fuerte dolor que sentía a causa del fuerte golpe recibido. Frente a él, de pie y encañonándole con la pistola, David se había percatado del extraño “reloj” que portaba el farero. Sólo le dio importancia cuando instintivamente Ignacio trataba de ocultarlo con cierto nerviosismo. En ese momento David se dio cuenta de que Laika ladraba en la puerta del sótano. Abrió la puerta y la perra desapareció escaleras abajo moviendo el rabo en señal de alegría. David, dirigiéndose al herido, le dijo:

 

—Sé que mi mujer ha estado aquí, porque, aunque te parezca extraño, puedo oler su aroma y me vas a contar todo si en algo aprecias tu vida. Llevo muchos años en la policía y conozco a los malhechores por su olor, aunque estén recién duchados. Me he informado bien de ti y sé que eres inteligente, así que sabes que voy a matarte si no me dices lo que quiero saber. Tengo guardada una pistola no registrada y cuando venga la científica tus huellas estarán en ella, y la legítima defensa no está penada, y mucho menos para un policía. De entrada, dame esa especie de reloj y dime sus funciones.

 

—Tú, sin embargo, no eres tan inteligente, primero porque no te has informado sobre mí ni sabes qué soy capaz de hacer; segundo porque no vas a tener cojones de apretar ese gatillo contra mí y quedarte veinte años sin ver a tu hijo ni, por supuesto, a tu mujer.

EL FARERO (Parte 5)

EL FARERO (Parte 5)

Plano del sótano primero

Nada más decir esto, David, después de despedirse del resto de compañeros, montó en su coche y salió a toda mecha en dirección a su ciudad, sin importarle radares de velocidad controlada ni nada. Sólo quería llegar a tiempo de poder ver a su hijo. Cuando llegó a casa de sus padres no recordaba el trayecto que había hecho de lo ensimismado que iba en el coche. Continuamente acariciaba la culata de su pistola reglamentaria, imaginando un secuestro y que se hallaba frente al secuestrador. Él tenía el convencimiento de que su mujer estaba viva… y no le había gustado la cara del farero.

 

Cuando llegó a casa de sus padres su hijo aún dormía y los abuelos se dirigieron a él indagándole con la mirada y sólo les salió la palabra “¿qué?”. Lo conocían muy bien y no esperaban respuesta. Empezaron a deambular por la casa con los ojos llorosos. Incluso su perra, una pastora alemana llamada Laika, que le regaló a Lourdes un policía de Aduanas porque no daba la talla para localizar drogas, tenía los ojos tristes y no se movió de una esquina, donde permaneció con las orejas tiesas, captando la tensión del ambiente y como si tuviese la intención de enterarse de algo.

 

Al levantarse Luis, lo primero que hizo fue preguntar por su madre, y el padre, haciendo de tripas corazón, le contó que a su madre se le había complicado el trabajo y seguramente tardaría unos días en volver y que él, hasta la vuelta de su madre, debería permanecer con los abuelos. Al chico le pareció muy raro porque su madre jamás había dormido ningún día fuera de casa, pero también sabía que su padre nunca le había mentido. Así que, de mala gana, aceptó la proposición del padre, máxime cuando había de por medio la promesa de un buen regalo a la vuelta de la madre. Nada más desayunar

Luis, su padre le acercó al colegio.

 

Desde allí fue a su cuartel, donde estuvo hablando con sus jefes y compañeros. Uno de ellos le sugirió que su perra sería de una gran ayuda para localizarla. Por lo menos marcaría el camino inicial que tomó Lourdes.

 

—Es cierto —dijo Daniel—, con el nerviosismo y las prisas olvidé llevarme a Laika.

 

Entró de nuevo en el despacho del jefe, le expuso el consejo que había recibido del compañero y le pidió de nuevo permiso para ausentarse. Su jefe le comunicó que se tomase el tiempo que necesitase y le deseó toda clase de suerte, lamentándose de que el hecho hubiese ocurrido fuera de su jurisdicción.

 

Daniel se dirigió a casa de sus padres, dejó el recado de que recogieran a Luis, puso la correa y el bozal a Laika y no esperó al día siguiente: se dirigió directamente al pueblo donde había desaparecido su mujer. Fue directamente al cuartelillo y ya Paco tenía el fichero del caso de la desaparición de la mujer del farero encima de la mesa.

 

La sorpresa fue mayúscula: había hecho una denuncia contra su mujer por abandono de hogar y nunca más se acercó a recabar información sobre la marcha de las investigaciones. Eso era todo lo que contenía el archivo; es decir, que no había hecho mención a la nota que le dejó la mujer. Mientras, Laika se mostraba nerviosa y hacía esfuerzos para salir a la calle. Una vez que la sacaron, la perra se dirigió al ayuntamiento, que estaba al lado de la policía; entró en los salones donde se había celebrado la fiesta, dio unas cuantas vueltas oliendo cada rincón y salió a la calle. Seguidamente enfiló la calle principal y se dirigió, olisqueando el suelo, hacia la costa. Primero fue al acantilado y después se dirigió directamente al edificio. El farero, escondido tras las cortinas de una ventana, no dejaba de observar los movimientos del animal. Esta vez no abrió la puerta ni se mostró tan amable; el sudor, a pesar del día tan fresco que hacía, corría por su frente. Abrió la ventana y, dirigiéndose a los dos policías, les gritó:

 

—¡Eh!, ustedes pueden pasar cuando quieran, pero el perro tendrán que dejarlo fuera porque soy alérgico a los perros.

 

—¿Cómo? —dijo Paco—. Cuando tu mujer vivía en el faro teníais un caniche.

 

—He dicho que el perro no entra, le tengo pánico a los perros grandes —ya no sabía qué excusa poner porque no estaba seguro de si la perra podría localizar a Lourdes, porque había oído muchas veces que perros habían localizado a personas enterradas por causa de cualquier terremoto.

 

—Tendremos que pedir una orden judicial. Sólo vas a conseguir retrasarlo un poco, pero la perra entrará —le dijo David.

 

—Le diré al alcalde que si eso sucede, que se vaya buscando un nuevo farero porque yo me marcho.

 

—Ése no es mi problema —dijo David—. Mi problema es que quiero que la perra entre.

 

Los dos policías se marcharon a buscar la orden judicial, ya que el faro estaba considerado como domicilio habitual y entrar por la fuerza hubiese sido un allanamiento de morada. Paco le comunicó a David que tendrían que esperar un día, si la cosa no se alargaba, porque el juez no se hallaba en el pueblo y se esperaba su regreso para dentro de uno o dos días. El marido de Lourdes estaba desesperado. Las muestras que daba la perra indicaban claramente que su mujer había estado allí. Pensó sacar la pistola, disparar a la cerradura y entrar por la fuerza, pero era consciente de que eso podría traerle unos problemas que seguramente le impedirían seguir buscando a Lourdes.

 

El farero estaba nervioso como nunca lo había estado y por su cabeza pasaban cientos de formas de solucionar el problema que tenía, pero buscaba una que no lo implicara en un secuestro y violación, que podría traerle graves consecuencias. Él sabía que tardarían en conseguir la orden judicial, como mínimo, dos días: ese era el tiempo que tenía para encontrar una solución para evitar que la perra la localizara. Tenía dos opciones: o despistar a la perra o deshacerse de la mujer. De momento, esa noche iba a disfrutar de aquella mujer, ya que sería absurdo haber estado preparando durante tanto tiempo su venganza como para ahora rendirse sin más. Se dirigió a su cuarto secreto y conectó las cámaras.

 

EL FARERO (Parte 4)

EL FARERO (Parte 4)

Planos de las plantas 1.ª y 2.ª, exactamente iguales

 

El zulo del faro que ocupaba Lourdes estaba vigilado por cinco cámaras ocultas que Ignacio controlaba desde un cuartito que no había mostrado a ella y cuya puerta estaba disimulada en una especie de armario giratorio. Así que cada movimiento de ella era minuciosamente observado por él. Esa noche el farero apenas había pegado ojo. Lourdes se había negado a cenar, pero bebió un vaso de agua, ya que tenía la boca seca y en cuyo interior Ignacio había diluido un fuerte relajante. Cuando éste, a través de las cámaras, observó que el medicamento había hecho su efecto, desplazó el suelo y empezó a descender lentamente. Lourdes permanecía tumbada en la cama, semiinconsciente. Sentía y veía lo que estaba pasando como si se tratase de una película borrosa donde ella, aunque lo intentara, no podía modificar en nada la acción que allí se estaba desarrollando. Le vio bajar la escalera y las piernas del farero se le antojaron inmensas de largas, mientras que éste se dirigía hacia ella y se sentaba en la cama. Le costaba mucho articular palabra, era como si su lengua se hubiese convertido en plomo o aumentado enormemente de tamaño. Logró articular una sola palabra: “¡cabrón!”.

 

La carcajada del farero penetró en su cerebro al igual que si estuviese sufriendo una terrible resaca. Él empezó a desnudarla muy despacio, recreándose en los vanos intentos de Lourdes por impedirlo. Ella era consciente de lo que estaba pasando, pero al final tuvo que abandonarse a la voluntad de aquel enfermo, que la manejaba como si se tratase de un fardo. Las fuerzas la habían abandonado. Una vez completamente desnuda, la violó de una forma tan brutal que parecía que más que buscar placer lo que buscaba era infligir un castigo. Una vez que acabó su cobarde acto, recogió la ropa de Lourdes y se la llevó con él para quemarla, mientras ella permanecía en la cama boca abajo, ahora completamente inconsciente.

 

Ya arriba, cerró el suelo y depositó la ropa de Lourdes en el fuego de la potente estufa de gas-oil con la que calentaba el faro, se duchó y se echó, vestido, en un camastro que tenía en el cuarto donde se hallaban los equipos técnicos de comunicación del faro. La potente luz seguía girando monótonamente y en toda la noche no se produjo ninguna incidencia. El sonido del despertador que se había puesto hizo que se incorporara enérgicamente, y, antes siquiera de lavarse, echó una mirada hacia la costa y hacia el pueblo.

 

No vio a nadie. Se aseó y descendió a la planta baja para hacerse un café, y llenó la cafetera porque esperaba alguna visita. No se equivocó, al levantar la mirada vio que por la calle principal del pueblo, precisamente la que conducía al faro, se acercaban dos hombres: uno vestido con el uniforme de policía local y otro de paisano.

 

Conoció al policía y abrió la puerta con celeridad:

 

—Buenos días, Paco… y compañía.

 

—Buenos días —le contestaron los dos al unísono.

 

—No he pegado ojo en toda la noche —mintió—. Todos los kilómetros de costa que alcanza este foco los he estado mirando continuamente con el telescopio y no he visto rastro de esa pobre mujer.

 

El policía, adelantándose hacia Ignacio, le tendió la mano y le dijo:

 

—Este señor es su marido, además de colega. Con eso quiero decirte que todo lo que hagamos por encontrar a su mujer es poco.

 

Ignacio dio la mano a David, marido de Lourdes, y le dijo:

 

—Siento mucho conocerle en estas circunstancias. Créame que entiendo perfectamente lo que siente, porque yo he pasado por la misma situación: mi mujer también desapareció —obvió decirle que él fue abandonado y no hizo mención al abandono de su mujer, término éste que desconocía incluso la policía—, pero pasad, acabo de hacer café y la mañana está muy fría.

 

Pasaron y tomaron café en la planta baja, después el marido quiso subir a la parte más alta del faro para ver él mismo si su mujer pudo caerse al mar, por dónde y por qué circunstancias. La verdad es que aquel acantilado era muy peligroso y el accidente pudo ocurrir en cualquier lugar, pero algo le decía en su interior que Lourdes, mujer atlética, que fue compañera suya en la policía desde que eran solteros hasta algunos años después de casarse, hubiese perfectamente detectado el peligro de acercarse demasiado a aquella costa. Salieron los dos policías para andar un poco por la costa para ver si conseguían localizar algún indicio que confirmara que a Lourdes se la había tragado el mar, mientras el farero, por la ventana, no apartaba los ojos de ellos.

 

David, dirigiéndose a su colega le dijo:

 

—No me gusta nada ese tío…, no me gusta su cara: tiene una expresión rara. Quisiera dos cosas: ver la denuncia y la investigación que se realizó cuando desapareció su mujer, y conseguir una orden judicial para registrar el faro a conciencia.

 

—Pero, hombre, Ignacio lleva en el faro desde que yo era un niño y jamás ha tenido problemas, exceptuando el de su mujer, pero si así lo quieres no creo que te pongan ninguna pega, ya has visto cómo nos ha invitado a pasar. En cuanto a lo de su mujer, ahora pediremos en el cuartelillo que nos proporcionen el archivo del caso.

 

—De acuerdo, pero lo de visitar el faro lo haremos mañana, porque tengo que volver a casa. Tengo un chico de siete años y han ido a recogerlo al colegio los abuelos y quisiera ser yo quien lo lleve esta mañana. Tendré que darle alguna explicación sobre su madre. Ya se me ocurrirá algo durante el camino. También tengo que pasarme por el cuartel.

 

—Como quieras, David, ya sabes que nos tienes a tu disposición. A ver si terminamos pronto con esta pesadilla. Me viene bien que vengas mañana, así me da tiempo de sobra para empaparme el archivo de la desaparición de la mujer del farero.

 

—Gracias, Paco, mañana nos vemos.

EL FARERO (Parte 3)

EL FARERO (Parte 3)

Plano de la planta baja del faro

En ese momento el miedo hizo mella en la mujer, pero recordando cómo hablaba de su mujer y las lágrimas resbalando por sus mejillas, pensó que el hombre estaba emocionado. Además, su compañera sabía que estaba en el faro (ella había oído dar el recado por teléfono); eso la relajó y empezó a bajar al segundo sótano. Él la seguía sin quitarse el pañuelo de los ojos, dándole a ella la impresión de que el recuerdo de su mujer le hacía llorar.

 

Nada más llegar al suelo él le asestó un golpe tremendo en la cara, que el cuerpo de Lourdes cayó en la cama como un fardo, y él empezó a subir las escaleras, mientras iba diciendo en voz alta:

 

—Esta habitación está por debajo del mar; tiene cierre automático imposible de abrir desde dentro si no es con un mando a distancia que nunca tendrás en tu poder si no me matas, porque ese mando va incluido en este reloj. Está tan insonorizada que ni siquiera una explosión de una bomba se oiría en el exterior. Bajaré a traerte comida y a hacer uso sexual de tu cuerpo cuando se me antoje. Así que vete cogiéndole cariño a la habitación,

porque en ella vas a pasar el resto de tus días.

 

En la cabeza de Lourdes se iba repitiendo, como un eco cada vez más lejano: “… el resto de tus días…, el resto de tus días…”. Una vez arriba volvió a girar la palometa y el suelo volvió a cerrarse de forma tal que nadie hubiese imaginado que allí debajo había otra habitación.

 

El farero, hombre muy inteligente, ingeniero electrónico, que había ejercido su profesión hasta que cierto día se le inflamó la vena bohemia y lo dejó todo para trasladarse a vivir al faro, lo que influyó bastante para que su mujer no dudara en abandonarlo ante la perspectiva de pasar en un faro de un pueblo sin vida el resto de sus días y renunciar a su vida social. Así que vio en aquel apuesto muchacho, que llegó al pueblo para realizar unas obras de infraestructuras, y que no dejaba de intentar mantener una relación con ella, la tabla de salvación para huir de aquel aburrido faro y de aquel marido que rozaba la esquizofrenia. No tuvo que pararse a pensar en nada: todo lo tenía planeado desde hacía mucho tiempo, y cada movimiento estudiado minuciosamente, con el fin de no cometer ningún fallo. La negativa de la viuda que regentaba el bar del pueblo a mantener relaciones con él, terminó de agudizar su problema y desde entonces sólo abandonaba el faro para hacer las compras semanales.

 

Se dirigió a una cesta de mimbre cuadrada donde guardaba los trapos de limpieza, cogió uno de ellos y empezó a limpiar todo lo que había tocado Lourdes: los pasamanos de las escaleras, el vaso donde tomó el refresco, la silla, la mesa… en fin, todo aquello que pudiese albergar alguna huella de ella. Después fregó el suelo con el mismo objetivo: hacer desaparecer las pisadas que no correspondieran a él. Cuando todo estaba seco, realizó el mismo itinerario, dejando sus huellas, que así quedarían como las únicas en el faro.

 

Mientras realizaba esta labor, con una sangre fría impresionante iba recordando lo mal que le había tratado el mundo y que había llegado la hora de devolverle a ese mundo el veneno que había vertido sobre él, sobre todo las mujeres. Desde la Universidad tuvo mala suerte con ellas, a pesar de tener un físico atractivo. Después el abandono de su mujer y la nota pidiéndole que no la buscara, que el verdadero amor le había llegado tan de repente y de una formas tan intensa, que no estaba dispuesta a perder ni un minuto más a su lado. Al leer la nota sintió la misma sensación que produce una hoja helada de un cuchillo clavándose en el corazón. Pero al fin el destino había puesto la venganza al

alcance de su mano. Aquello que había esperado tantos años, por fin lo podía disfrutar; se había presentado en el momento menos pensado.

 

En los salones del ayuntamiento ya había terminado la fiesta, con mayor éxito para unos que para otros, y la moderadora y el conductor del autocar se preguntaban por Lourdes, y la noticia de su ausencia corrió como un reguero de pólvora. Algunas mujeres reclamaban su derecho a volver a casa a la hora pactada, pero la mayoría estuvo de acuerdo en dar una batida por el pueblo para buscarla, ante el temor de que le hubiese pasado algo desagradable.

 

Todos salieron en su búsqueda, y el ruido que provocaban hizo que la pareja de ancianos que se cruzó con ella saliese de su casa y les comunicasen que la vieron dirigirse hacia el mar. Más de uno, al oír a los ancianos, sintió cómo el estómago le daba un vuelco, ya que en ese pueblo no había playa, sino un acantilado, donde se encontraba el faro, que iba descendiendo hacia unos riscos contra los que las olas golpeaban, convirtiendo aquel trozo de costa en un lugar peligroso.

 

El farero, al ver acercarse a tanta gente, puso en marcha la siguiente fase de su plan, que consistía en dar una clase magistral de cinismo. Abrió la puerta del faro y se dirigió al alcalde que encabezaba aquel grupo de personas, y con cara de asombro preguntó qué era lo que pasaba. Una vez puesto al corriente por el alcalde, el farero le invitó, junto al jefe de la policía local, sus compañeros y algunas personas más, a subir a lo más alto del faro, desde donde se podría divisar algo que diese una pista.

 

Así lo hicieron y, como es lógico, nada vieron. El farero se ofreció a poner la máxima atención por si veía algo, aparte de dedicar todo el tiempo que pudiese a esa labor. La gente continuaba recorriendo la costa, pero al no encontrar ningún indicio, desistieron, excepto sus compañeros, que llamaron a su marido por si ella, sin avisar a nadie, hubiese vuelto a casa.

 

Su esposo, con la normal preocupación, hizo que sus compañeros se informasen de si una mujer de las características de la suya había sido ingresada en algún hospital del entorno. Viendo que los resultados de las investigaciones eran negativos y la noche iba avanzando, pidió permiso a su jefe y se dirigió en su coche particular al pueblo donde desapareció Lourdes. Se dirigió directamente al cuartelillo de la policía local, donde le informaron de la carencia absolutas de pruebas, e incluso llegaron a insinuarle si la desaparición podía haber sido voluntaria. Él sabía cómo lo amaba su mujer y descartó la hipótesis.