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LOS ESCRITOS DE DISCÓBOLO

EL FARERO (Parte 4)

EL FARERO (Parte 4)

Planos de las plantas 1.ª y 2.ª, exactamente iguales

 

El zulo del faro que ocupaba Lourdes estaba vigilado por cinco cámaras ocultas que Ignacio controlaba desde un cuartito que no había mostrado a ella y cuya puerta estaba disimulada en una especie de armario giratorio. Así que cada movimiento de ella era minuciosamente observado por él. Esa noche el farero apenas había pegado ojo. Lourdes se había negado a cenar, pero bebió un vaso de agua, ya que tenía la boca seca y en cuyo interior Ignacio había diluido un fuerte relajante. Cuando éste, a través de las cámaras, observó que el medicamento había hecho su efecto, desplazó el suelo y empezó a descender lentamente. Lourdes permanecía tumbada en la cama, semiinconsciente. Sentía y veía lo que estaba pasando como si se tratase de una película borrosa donde ella, aunque lo intentara, no podía modificar en nada la acción que allí se estaba desarrollando. Le vio bajar la escalera y las piernas del farero se le antojaron inmensas de largas, mientras que éste se dirigía hacia ella y se sentaba en la cama. Le costaba mucho articular palabra, era como si su lengua se hubiese convertido en plomo o aumentado enormemente de tamaño. Logró articular una sola palabra: “¡cabrón!”.

 

La carcajada del farero penetró en su cerebro al igual que si estuviese sufriendo una terrible resaca. Él empezó a desnudarla muy despacio, recreándose en los vanos intentos de Lourdes por impedirlo. Ella era consciente de lo que estaba pasando, pero al final tuvo que abandonarse a la voluntad de aquel enfermo, que la manejaba como si se tratase de un fardo. Las fuerzas la habían abandonado. Una vez completamente desnuda, la violó de una forma tan brutal que parecía que más que buscar placer lo que buscaba era infligir un castigo. Una vez que acabó su cobarde acto, recogió la ropa de Lourdes y se la llevó con él para quemarla, mientras ella permanecía en la cama boca abajo, ahora completamente inconsciente.

 

Ya arriba, cerró el suelo y depositó la ropa de Lourdes en el fuego de la potente estufa de gas-oil con la que calentaba el faro, se duchó y se echó, vestido, en un camastro que tenía en el cuarto donde se hallaban los equipos técnicos de comunicación del faro. La potente luz seguía girando monótonamente y en toda la noche no se produjo ninguna incidencia. El sonido del despertador que se había puesto hizo que se incorporara enérgicamente, y, antes siquiera de lavarse, echó una mirada hacia la costa y hacia el pueblo.

 

No vio a nadie. Se aseó y descendió a la planta baja para hacerse un café, y llenó la cafetera porque esperaba alguna visita. No se equivocó, al levantar la mirada vio que por la calle principal del pueblo, precisamente la que conducía al faro, se acercaban dos hombres: uno vestido con el uniforme de policía local y otro de paisano.

 

Conoció al policía y abrió la puerta con celeridad:

 

—Buenos días, Paco… y compañía.

 

—Buenos días —le contestaron los dos al unísono.

 

—No he pegado ojo en toda la noche —mintió—. Todos los kilómetros de costa que alcanza este foco los he estado mirando continuamente con el telescopio y no he visto rastro de esa pobre mujer.

 

El policía, adelantándose hacia Ignacio, le tendió la mano y le dijo:

 

—Este señor es su marido, además de colega. Con eso quiero decirte que todo lo que hagamos por encontrar a su mujer es poco.

 

Ignacio dio la mano a David, marido de Lourdes, y le dijo:

 

—Siento mucho conocerle en estas circunstancias. Créame que entiendo perfectamente lo que siente, porque yo he pasado por la misma situación: mi mujer también desapareció —obvió decirle que él fue abandonado y no hizo mención al abandono de su mujer, término éste que desconocía incluso la policía—, pero pasad, acabo de hacer café y la mañana está muy fría.

 

Pasaron y tomaron café en la planta baja, después el marido quiso subir a la parte más alta del faro para ver él mismo si su mujer pudo caerse al mar, por dónde y por qué circunstancias. La verdad es que aquel acantilado era muy peligroso y el accidente pudo ocurrir en cualquier lugar, pero algo le decía en su interior que Lourdes, mujer atlética, que fue compañera suya en la policía desde que eran solteros hasta algunos años después de casarse, hubiese perfectamente detectado el peligro de acercarse demasiado a aquella costa. Salieron los dos policías para andar un poco por la costa para ver si conseguían localizar algún indicio que confirmara que a Lourdes se la había tragado el mar, mientras el farero, por la ventana, no apartaba los ojos de ellos.

 

David, dirigiéndose a su colega le dijo:

 

—No me gusta nada ese tío…, no me gusta su cara: tiene una expresión rara. Quisiera dos cosas: ver la denuncia y la investigación que se realizó cuando desapareció su mujer, y conseguir una orden judicial para registrar el faro a conciencia.

 

—Pero, hombre, Ignacio lleva en el faro desde que yo era un niño y jamás ha tenido problemas, exceptuando el de su mujer, pero si así lo quieres no creo que te pongan ninguna pega, ya has visto cómo nos ha invitado a pasar. En cuanto a lo de su mujer, ahora pediremos en el cuartelillo que nos proporcionen el archivo del caso.

 

—De acuerdo, pero lo de visitar el faro lo haremos mañana, porque tengo que volver a casa. Tengo un chico de siete años y han ido a recogerlo al colegio los abuelos y quisiera ser yo quien lo lleve esta mañana. Tendré que darle alguna explicación sobre su madre. Ya se me ocurrirá algo durante el camino. También tengo que pasarme por el cuartel.

 

—Como quieras, David, ya sabes que nos tienes a tu disposición. A ver si terminamos pronto con esta pesadilla. Me viene bien que vengas mañana, así me da tiempo de sobra para empaparme el archivo de la desaparición de la mujer del farero.

 

—Gracias, Paco, mañana nos vemos.

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