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LOS ESCRITOS DE DISCÓBOLO

Relatos

HISTORIA CON DOS FINALES

HISTORIA CON DOS FINALES

 

 

 

Serían las 0,30 horas, la actividad era frenética en los talleres del periódico; todos sabían su cometido y lo desarrollaban con profesionalidad, aunque, a decir verdad, una mezcla de nerviosismo y orgullo los embargaba. Ese día era el elegido para el nacimiento de un nuevo diario de tirada nacional y tenían la responsabilidad de que todo saliese perfecto. Las linotipias  “Electrones” no paraban de escupir las últimas líneas de los artículos y noticias que debían aparecer en ese primer número.

 

Julián, uno de los linotipistas encargados del cierre de la sección de “Internacional”, empezó a sentirse mal, un leve mareo y un “nudo” en el estómago le impedían rendir a la altura que las circunstancias requerían en aquel momento. Se dirigió al jefe de sección y le comunicó su malestar. Éste le dijo que abandonara el puesto de trabajo y se fuese a casa. Julián se resistió porque era una ocasión muy especial en su vida profesional, pero su estado empeoraba por momentos y no tuvo más remedio que abandonar los talleres.

 

Se desprendió de su bata de trabajo, se puso el abrigo y se dirigió a los ascensores que le conducían al garaje donde tenía aparcado el coche. A pesar de sus cuarenta años era un hombre deportista, había sido subcampeón de tiro de precisión con arma corta y aún participaba en torneos de tenis para aficionados.

 

Entró en su coche y se dirigió a su casa. Quitó la calefacción, a pesar de que corría el mes de enero y Madrid sufría un invierno durísimo con temperaturas de varios grados bajo cero. Pensó que el frío le despejaría la cabeza. Tuvo que aparcar a dos manzanas de distancia de su domicilio y comenzó a andar despacio, hasta llegar a su portal. Tenía razón, el frío le había despojado de la presión y se sentía bastante mejor.

 

Abrió con parsimonia el portal, se dirigió al ascensor, se introdujo en él y pulsó el botón del piso 14. Mientras subía, por su cabeza pasaban un sinfín de pensamientos, entre ellos el de volver al periódico. De repente el ascensor paró y las puertas se abrieron. Se encontraba en la puerta de casa y pensó no hacer el más mínimo ruido para no despertar a su mujer, que dormiría plácidamente.

 

Así lo hizo, cerró la puerta tras de él con sumo cuidado y fue directamente al dormitorio sin encender las luces, guiándose en la oscuridad por la luz de su encendedor. De pronto notó que por debajo de la puerta de su dormitorio se veía una raya de luz. Pensó que su mujer estaría desvelada y quizá leyendo algún libro, pero, al acercarse, oyó unos jadeos que lo dejaron petrificado.

 

La sangre le ardía, en su estómago notó una presión que le producía náuseas. Su primera intención fue derribar la puerta y asesinarlos a los dos. Le temblaban las piernas, las manos. En su mente se produjo una lucha de ideas contradictorias sobre lo que debía hacer. Intentó calmarse. Se dirigió a su cuarto de trabajo, abrió uno de los cajones de su mesa, y, del fondo, debajo de una carpeta, sacó una pistola del calibre 22 que él utilizaba para tiro de precisión. Cogió un cargador que tenía repleto de balas, y, con las manos temblorosas, introdujo el cargador en el arma y alojó una bala en la recámara.

 

PRIMER FINAL

 

Ya no pensaba, el rencor y el dolor que sentía le impedían pensar, pero, haciendo un esfuerzo, consiguió calmarse. Se dirigió al dormitorio, abrió la puerta de golpe y allí se encontró con una escena que jamás se le había pasado por la imaginación que un día podría verla. Su mujer dio un grito y el amante no podía articular palabra. Julián, con lágrimas de dolor y rencor en los ojos, permanecía de pie apuntando con su arma a la adúltera y a su amante.

 

Éste temblaba y sólo llegó a decir:

 

—No sabía que estaba casada.

 

La mujer, por su parte, intentando cubrir su desnudez, le dijo:

 

—Julián, por favor, guarda la pistola, vamos a hablar, haré lo que quieras.

 

Julián ni los oía. Sin dejar de apuntarles con la pistola, se dirigió al balcón, lo abrió y el tremendo frío invadió la alcoba.

 

—Salid los dos al balcón, pero sin nada de ropa, tal y como estáis.

 

La mujer intentó protestar, pero Julián la atajó:

 

—Si vuelvo a oírte dispararé contra los dos.

 

No tuvieron más remedio que salir a cinco grados bajo cero y desnudos.

 

Julián cerró la puerta del balcón, echó todas las cerraduras de la puerta de entrada de la calle, desconectó el teléfono y se dejó caer abatido en un sillón con la cabeza entre las manos. Así permaneció, sumido en sus pensamientos, hasta que el estruendo de la puerta de entrada, derribada por los bomberos, le hizo reaccionar. Detrás de los bomberos aparecieron la policía y los servicios del SAMUR; unos para detener a Julián y otros para retirar a dos personas que se encontraban en el balcón, fallecidas por hipotermia.

 

Jamás volví a ver a Julián.

 

SEGUNDO FINAL

 

Se dirigió al dormitorio. Julián amaba profundamente a su mujer, incluso en esa situación no la culpaba a ella, sino que pensaba que toda la culpa era de ese indeseable que había engañado a su esposa. La perdonaría; cambiaría, si fuese necesario, su profesión para no dejarla sola de noche; empezarían una nueva vida olvidando el incidente, pero él, ese hijo de puta que había osado acostarse con su mujer tenía que pagarlo... y lo pagaría.

 

Abrió la puerta mientras sujetaba la pistola con las dos manos. La mujer dio un salto y salió gritando de la cama. El amante permaneció paralizado, sin reacción... no sabía qué hacer, sólo intentó vestirse rápidamente, pero no le dio tiempo. Un primer disparo le destrozó su rodilla derecha. Gritaba de dolor cuando recibió un segundo impacto en la otra rodilla, un tercero en la articulación del codo izquierdo y el cuarto en el codo derecho.

 

Julián sabía dónde disparar y no falló. Quería dejarlo paralítico, que pagara con creces lo que le había hecho, matarlo sería poco castigo. Cegado por la ira, y pareciéndole poco, la emprendió a golpes contra el herido. Después le colocó cuatro torniquetes para evitar que se desangrara y salió corriendo de casa antes de que la policía llegara.

 

Deambuló por las calles hasta que abrieron los bancos. Retiró todo el dinero y desapareció. Pero era tanto el amor que sentía por su mujer que la llamó para que se reuniera con él. Ése fue su error, la policía tenía intervenido el teléfono.

TANATORIO

TANATORIO

 

 

Allí, a la entrada de la sala 12 del tanatorio de la M-30, un cartel indicaba el nombre del finado: Alberto Fernández Pinilla. Debajo del cartel, sobre una mesita, un libro de condolencias donde los amigos iban dejando sus frases más o menos inspiradas.

 

Dentro de la sala se encontraban su viuda, sus huérfanos y familiares, amén de algunos amigos de la familia. Al fondo de la sala un enorme cristal, detrás del cual estaba Alberto en su última “presencia” por culpa de un infarto. Los maquilladores de la funeraria habían hecho un buen trabajo: parecía que dormía plácidamente, no impresionaba su contemplación.

 

Poco a poco se iría produciendo un desfile de amigos y conocidos. El primero en aparecer fue Juan, su compañero de trabajo, quien, después de besar a la viuda y dar el pésame al resto de familiares, se dirigió hacia el cristal. Se quedó de pie frente a Alberto y se santiguó de una forma tan precipitada que hasta a él mismo le pareció patética. Comenzó un monólogo interior “dirigido” al difunto, como si éste estuviese conectado con él telepáticamente: “Lo siento por ti, tío, pero que la hayas palmado me ha venido muy bien: ya tengo tu puesto en la empresa sin necesidad de esperar a tu jubilación; eso me supone casi 200 euros más al mes, con lo que le has dado un alivio a mi hipoteca”.

 

Después apareció el jefe de la empresa, que mientras le decía a su viuda que era una pérdida irreparable por su capacidad profesional y humana, y miraba de reojo si había llegado la corona de flores que le había enviado, pensaba que se había quitado de encima al operario con más antigüedad, y que en otros tiempos sí que era necesario, pero hoy, con los adelantos de la informática, cualquier chaval podría hacer su trabajo por la mitad del salario que él percibía.

 

La gente se iba repartiendo en minúsculos grupos y entablando conversaciones de la más variada gama. Unos hablaban de las bondades del difunto, otros contaban casos que conocían de gente que habían muerto por infartos y algunos contaban chistes y se reían sin pudor a carcajadas.

 

—¿Cómo puede morirse uno teniendo una mujer que está tan buena?

—Lo mismo se ha muerto por eso.

—Pues a mí me gustaría hacer el trabajo del muerto, el que hacía en la cama de su casa.

 

 

Pues eso, que el muerto al hoyo y el vivo al bollo, o como dicen los mexicanos: “el muerto a la barranca y el vivo a la potranca”.

 

 

 

 

 

RECONOCIMIENTO

RECONOCIMIENTO

Su marido llevaba cinco días desaparecido. La Guardia Civil y voluntarios del pueblo habían hecho batidas por los alrededores sin ningún resultado positivo hasta que aquella tarde sonó el teléfono.

—Buenas tardes. Se ha encontrado el cadáver de un hombre que se despeñó por el acantilado y el mar ha devuelto. Necesitamos que se persone en el anatómico forense para identificar el cadáver por si se tratara de su esposo.

Carmen se quedó pensativa, no sabía qué hacer. Su cabeza era un hervidero de ideas contradictorias. Su marido era un hombre con una fortuna considerable que tenía un hijo de su anterior matrimonio, que vivía con su madre, aparte del hijo que tenían en común. Bueno, en común porque él lo había reconocido como hijo propio, pero sólo ella sabía que el chico era fruto de una infidelidad. Pensó que si el cadáver era irreconocible le harían la prueba del ADN y la compararían con la de su hijo, que, por supuesto, al dar negativa, las autoridades considerarían que no se trataba de su marido, lo que le ocasionaría muchos problemas. No conocía las leyes e incluso pensó que la herencia que le correspondía a su hijo podría pasar a manos de su hermanastro. También le horrorizaba que la familia de él conociese su secreto.

No tenía tiempo para consultar a un abogado, así que se dirigió a identificar al cadáver. Por el camino iba pensando en la última discusión que tuvieron el día que desapareció: él la había amenazado con quitarse la vida; era demasiado volver a repetir en su segundo matrimonio los mismos problemas que tuvo en el primero.

Llegó al anatómico forense, le mostraron un cadáver totalmente irreconocible y ella, sin dudarlo, dijo:

—No tengo ninguna duda, es mi marido.

Le dieron sepultura en el cementerio del pueblo y al día siguiente ella contactó con un abogado para solucionar el papeleo, y éste quedó en acompañarla a la oficina del notario.

Ya por la noche, cuando se disponía a cenar, sonó el teléfono y, al otro lado de la línea, una voz distorsionada le dijo:

—Señora, tenemos secuestrado a su marido, si quiere verlo con vida deberá darnos tres millones de euros en la forma que más adelante le comunicaremos.

Una advertencia, si llama a la policía su marido morirá.

—Déjense de bromas macabras, mi marido está muerto —contestó ella, sin saber muy bien lo que decía.

—¿Ah, sí? Pues va a hablar usted con un muerto.

Se quedó pálida y tuvo que sentarse cuando oyó esa voz tan conocida para ella:

—Carmen, soy Juan, haz todo lo que te dicen porque esta gente no se anda con bromas.

"EL CALENTITOS"

"EL CALENTITOS"

 

 

Recuerdo que en cierta ocasión me hallaba jugando con mis amigos en un montículo, cuando observé a lo lejos que mi tío, “el rico”, le compraba a mi hermano un bollo de los que vendía un hombre, que los transportaba en dos cestas muy anchas y de poca profundidad. Mi primera reacción fue salir corriendo en dirección a donde se desarrollaba la escena, antes de que se marchara el vendedor de bollos y así “obligar moralmente” a mi tío a comprarme uno. A media carrera salí rodando por el suelo, pero, en un acto de enormes reflejos, me incorporé y seguí mi carrera desesperada.

 

Tuve éxito. Llegué junto al grupo donde se producía la acción, y el bollero, al verme correr hacia ellos, se hacía el remolón. Me lancé al cuello de mi familiar y le di un beso (maldita la gracia que me hacía), y, una vez conseguido el bollo, reparé en que en la caída me había destrozado la rodilla, y fue entonces cuando empecé a llorar. Me marché a casa y mi madre me colocó un trapo después de rociarme la rodilla con agua oxigenada y alcohol.

 

Mi tío “el rico” era simplemente auxiliar administrativo, pero como sólo tenía un hijo, se podía permitir ciertos lujos. Al bollero le conocíamos como “El Calentitos” porque siempre iba pregonando a voces lo de “Calentitos”, y aún no sé el motivo, porque si a aquellos bollos había que soplarles no era para enfriarlos, sino para quitarles el polvo. Y si es cierto que existe una vida después de ésta, allí estará el hombre esperando a más de uno para que le paguen los bollos que le robaron en cuanto se descuidaba lo más mínimo.

 

Y es que mis relaciones con la bollería, pastelería y confitería habían sido muy escasas en mi infancia, y no fue precisamente un problema de diabetes. Ni buscando en los archivos más antiguos de mi memoria encuentro gran cosa, sólo unos vagos recuerdos, como cuando me veo lamiendo los cristales de una confitería porque detrás de ellos se exponía una hermosa bandeja de “tocinos de cielo”.

 

Un episodio que tengo grabado fue la boda de mi hermana mayor: allí, en una mesa, se encontraba una bandeja en la que sólo quedaba un pastel, mirándome tiernamente a los ojos. Cuando me dirigía a cogerlo, una mano de un niño, que yo no conocía, se me adelantó. Naturalmente que yo no podía consentir que en la boda de mi hermana me quitaran un pastel en mi propia cara, y, claro, se lió una tangana donde salimos rodando por el suelo enganchados los dos. Al griterío del niño acudió la madre, nos levantó a los dos, hizo un simulacro de darle una colleja, y le dijo:

 

—Pero, ¿te vas a pelear por un pastel? Anda, toma el pastel y vete pallá.

 

Y es que las madres… ya se sabe. A propósito de madres, la mía, guardiana de la moral, la decencia, la pureza y la castidad; guardiana también del honor de la familia, que, por lo visto, debía de estar representado por los bajos de mi hermana, no consentía que asistiese la niña al cine sola con el novio, no fuese que en la oscuridad de la sala al mozalbete se le disparase la mano y aterrizara en zona declarada de uso restringido. Así que me tocaba a mí hacer de carabina: lo mejor que le podía pasar a mi cuñado, que por lo visto agradecía mi “colaboración”. Antes de entrar al cine me llevaba a una pastelería y me decía:

 

—Joselito, anda, elige el pastel que más te guste.

 

Y Joselito no elegía por sabores, sino por tamaño: el que más abultaba.

 

Una vez que empezaba el No-Do, me quedaba frito, hasta que me despertaban al terminar la película.

 

Otros contactos esporádicos fueron con los mojicones que, a veces, cuando nos levantábamos tarde y no nos daba tiempo a desayunar, mi madre nos daba dinero para que de camino al colegio nos compráramos uno. También hay que reseñar las Navidades. Aquellos roscos navideños con sabor a matalahúva que hacía mi madre para las fiestas.

 

Pero el colmo de comer bollos hasta hartarnos fue el poco tiempo que mi hermano Miguel entró a trabajar en una pastelería como aprendiz. Cuando llegaba a casa por la noche, siempre traía una bolsa de bollos que ya no se iban a vender y no podían quedar para el día siguiente. Lo esperábamos como los hebreos al Mesías.

 

Eso no impedía que nos burláramos de él por el oficio que estaba aprendiendo, y mi hermano pequeño y yo le cantábamos una canción que dice:

 

                              A ese gachó que toca el bombo

                             se le cayó el mondongo

                             de tanto tocar.

                             Quiso meterse a pastelero

                             para chuparse el dedo,

                             pero lo han calao.

                             El dueño de la pastelería

                             lo vio comerse un día

                             quince mazapanes,

                             kilo y medio de merengue,

                             y parecía un mengue

                             hinchándose de flanes.

                             Tuvieron que despedirlo de momento,

                             porque tenía el sieso descompuesto;

                              (ozú, mi mare).

                             Y se tiró más de un mes

                             sin beber, sin comer

                             y durmiendo por los callejones.

 

Algo de razón llevaba la canción: el dueño de la pastelería se había propuesto que mi hermano aborreciese los pasteles, así que le dijo que comiese todo lo que quisiese, con la intención de que después de que le saliese el merengue por las orejas, al ver un pastel se le pusieran los pelos como escarpias. Evidentemente el pastelero se equivocó: mi hermano era capaz de comerse todos los días un escaparate de pasteles, sin necesidad siquiera de soltar un erupto ni aunque los acompañara con gaseosa. Y lo demostró: un día el dueño le había enviado a comprar un kilo de coco molido, y en el corto trayecto del almacén a la pastelería el kilo se había convertido en 200 g. Esta pequeña tontería le costó el puesto de trabajo, y a nosotros, el chollo.

 

 

COLEGIO (Parte 5 , final)

COLEGIO (Parte 5 , final)

 

Pues bien, terminó el curso, y con la maleta preparada me fui al despacho del director a recoger mis 5.000 pesetas. Por mi cabeza habían pasado miles de cosas que podíamos hacer con aquel dinero. Llegué al despacho, pedí permiso para entrar y le dije al director que venía a recoger mi premio.

 

Él, casi sin mirarme a la cara, me dijo:

 

—Mira, en este colegio hay muchos huérfanos de militares y el Ejército paga muy poco, así que ese dinero, como tú formas parte del colegio, lo considero ganado por el colegio y nos dará suficiente para reponer el déficit que arrastramos.

 

—Ese dinero es mío, me lo ha concedido a título personal el Ministerio, y si no me lo da usted, me lo está robando.

 

—¿Cómo te atreves a decirme eso? Estás expulsado del colegio, así que, si quieres, para conservar la beca, puedes pedir plaza para el año que viene en los salesianos de Sevilla.

 

Cogí un crucifijo que había en la mesa, y con la peana, que era de bronce, le di un golpe en la cara con toda mi fuerza y con toda mi rabia y empezó a sangrar por los dos orificios de la nariz y por un corte que le produje en la parte lateral de la nariz (seguramente llevaría la marca hasta el día de su muerte). Mientras gritaba e intentaba parar la hemorragia con un pañuelo, yo cogí mi maleta y salí de allí a toda prisa.

 

No me dirigí a la estación de autobuses, sino que cogí un taxi que me llevó hasta la primera parada del autobús, y una vez dentro, me senté al lado de la ventanilla y ni me movía. A la altura de Benalmádena paró el autobús y subió un guardia civil. A mí me temblaba todo el cuerpo y me arrimé a la señora que ocupaba el asiento continuo al mío. El guardia civil, después de echar una mirada (yo me hacía el dormido), se bajó del autobús y éste ya no paró hasta llegar a Algeciras.

 

No me sentí seguro hasta que pasé la frontera.

 

Después, mi padre, no se atrevió a denunciar, imagino que trasladarse a España y enfrentarse a un juicio estaba muy lejos de su presupuesto. No estaban los tiempos, en ningún sentido, como para poner una denuncia a un cura, por más señas director de un colegio que, encima, había sido agredido.

COLEGIO (Parte 4)

COLEGIO (Parte 4)

 

Otro día, en un examen de matemáticas un compañero me hizo señas para que le pasase el problema número 3. Lo copié en un papel, hice con él una pelotita y se lo lancé. El cura, que estaba de espalda, se dio la vuelta en ese momento como si hubiese visto la maniobra por un retrovisor. Cogió el papel, deshizo la bolita, se dirigió a mí y, después de lo clásico, pegar, me dijo:

 

—Cómete ese papel.

 

—Tiene tinta.

 

—Es igual, cómetelo.

 

—No pienso comérmelo.

 

El que le llevase la contraria en público le puso tan nervioso que decidió darme un castigo especial. Así que ese día y el siguiente, que era 19 de marzo, mi santo y fiesta, los pasaría en el patio del colegio, con las manos en la espalda y la cabeza pegada a la pared, dejando esta posición sólo para comer y para hacer mis necesidades. De vez en cuando se acercaba a mí y me enseñaba la correspondencia (abierta, por supuesto, siempre te la entregaban abierta) de mi familia felicitándome por mi santo, pero no me la entregaba. Al final del día creí morirme cuando vi que las rompía.

 

El último año (sólo estuve tres), el Ministerio de Educación y Ciencia instauró un premio de 5.000 pesetas (que era mucho dinero en aquellos años) para los chicos que sacaran mejores notas en cada provincia al final del curso. Me lo concedieron a mí, ya que ese año, al igual que los anteriores, mis notas eran de “matrícula de honor” de media, es decir, un 10 en cada asignatura. El jefe de estudios reunió al colegio en el teatro, y a mí, sentado en una silla, en el escenario, me puso como ejemplo a seguir por el colegio, mientras me hacía pasar la mayor vergüenza que yo recuerde al oír a todo un teatro aplaudirme.

COLEGIO (Parte 3)

COLEGIO (Parte 3)

 

En el primer año, llamado de preiniciación, se iba pasando un mes por cada taller para así el segundo año elegir la profesión que más te gustara o la que ellos decidieran que se ajustaba más a tus cualidades, siempre desde su punto de vista. Recuerdo que en el taller de mecánica (ajuste, fresa y torno), como niños que éramos, en el menor descuido del profesor, intentabas la broma con el compañero, y en cierta ocasión puse en la piedra de esmeril durante un tiempo bastante prolongado la pieza de hierro con la que tenía que

trabajar el compañero, con lo cual adquiría una temperatura muy elevada, pero al ponerla en su mesa de trabajo nos vio el profesor y nos envió a los dos al despacho del “consejero” con la consigna de decirle que estábamos allí porque el profesor nos pilló fuera de nuestro espacio de trabajo.

 

Íbamos por el camino imaginando el castigo, y cuando llegamos él entró primero y yo esperé en la puerta durante aproximadamente un cuarto de hora. Cuando se abrió la puerta y el compañero me dijo que pasara, me fijé que llevaba la cara con marcas de haber recibido muchos golpes. Yo sabía, o intuía, lo que me iba a pasar. El saludo fue un golpe en la cara que hizo que me tambaleara por todo el despacho:

 

—¿Otra vez tú? ¿Qué ha pasado ahora?

 

—Pues que me había dejado una lima y fui a…

 

No me dejó terminar, recibí otro golpe más, y, con la cabeza dándome vueltas, caí sobre la mesa y mi mano golpeé un abrecartas enorme que estaba depositado allí. Lo cogí, me reincorporé, y mirándolo fijamente, me imagino que con la cara desencajada y los ojos llenos de lágrimas, le dije:

 

—Le juro que si me levanta de nuevo la mano, se lo clavo.

 

Se quedó pálido, como si la sangre que momentos antes enrojecía su cara se hubiese evaporado de golpe. Sus ojos estaban desorbitados, alucinaba, como si no pudiese dar crédito a lo que estaba viendo y oyendo.

 

—¿Sabes lo que has hecho? Vete de aquí, ya me encargaré de ti. Te vas a arrepentir de haber nacido.

 

No pasó nada. Me veía por el patio y me miraba con odio, pero no me decía nada. Un día sacó una libreta y anotó algo. No sé si sería para amedrentarme. A mí me daba igual, ya no me importaba lo que opinaran en mi casa; ya había sobrepasado el límite de mi aguante.

COLEGIO (Parte 2)

COLEGIO (Parte 2)

 

En ese momento, un cura con cara de cínico me agarró del brazo y me metió hacia el interior del colegio. Todavía resuenan en mi mente mis gritos llamando a mi madre y su imagen, allí, puesta de pie, llorando, con un pañuelo en sus manos con el que unas veces se secaba las lágrimas y otras se lo llevaba a la nariz. Acababa de entrar en el infierno, en el lugar donde me daría cuenta que jamás podría ser un católico, como mucho un agnóstico en honor de mi madre, que era católica practicante, ya que es, desde mi punto de vista, imposible que Dios tenga esos ministros, como ellos mismos se autodenominan.

 

No dejaba de pensar en mi madre: cualquier cosa me la recordaba; por ejemplo, ve el número bordado en la ropa, el 200. Todavía me extraña que no me lo tatuaran en el brazo.

 

La primera semana fue de castigos continuados, hasta que le cogí el truco a la cosa. Me venían castigos por cosas tontas como hablar en la fila, y es que había espías que nos observaban. Aunque he dicho antes que era muy delgado, por el contrario era un manojo de nervios, y como chaval de barrio bajo, de mano muy suelta. Así que quien me quisiera gastar una novatada o una broma que no me agradara, se la llevaba de seguro y, por tanto, el correspondiente castigo por pegón. Los castigos eran torturas refinadas.

 

En el colegio había muchos huérfanos de militares y yo hice amistad con un chico de mi edad que tenía un hermano en el último curso (17/18 años), que fueron los que expulsaron. Un día, en la sala de juegos, mi amigo jugaba al futbolín con un chico mayor que nosotros, que descaradamente le hacía trampas elevando el futbolín para que la bolita se dirigiera al lugar a donde a él le interesaba. Yo, que observaba en un lateral, no pude callarme: “Tú, gilipollas, no le hagas trampas porque él sea más pequeño”. Al cambiar de campo, el contrincante de mi amigo pasó por detrás de mí y me dio un fuerte golpe en la espalda. Mi reacción fue inmediata: me volví y le di un puñetazo con tan mala suerte que le impactó de lleno en el ojo, y a la mañana siguiente se presentó (él era externo) con la madre para reclamar que a su hijo le habían puesto un ojo como una berenjena.

 

El “consejero”, como llamaban al cura encargado de la disciplina me llamó a su despacho y me dio una galleta que me dejó la cara como si la hubiese metido en un perola de agua hirviendo:

 

—Tú estás muy fuerte, ¿verdad?

 

—Usted también.

 

Recibí otra leche, así que decidí callarme y contestar con monosílabos, seguidos de la palabra “padre”.

 

—Así que, como eres tan fuerte y los campeonatos deportivos escolares son la semana que viene, te voy a apuntar como lanzador de peso, a ver si se te quita un poco la violencia cuando hagas el ridículo. Y tenía razón, porque ya levantar la bola, que pesaba 7,625 kg, me costaba trabajo, y todos los colegios enviaban a participar en esta disciplina a sus chicos más mayores y de más peso. Así que yo sería el último no sólo por mi constitución física en aquellos momentos, sino porque jamás, obviamente, había practicado este deporte.

 

Llegó el día de la competición y todos eran mayores menos yo. Los chavales que había en las gradas se reían y me decían cosas que, la verdad, entre el jaleo, el ruido y los nervios ni me enteraba. Menos mal que antes de empezar llegó el director y me dijo que me vistiera. Hubiese matado al “consejero” si hubiese podido, pero me dio más motivos para hacerlo. Yo era un chico rebelde y él me tenía mucha inquina.