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LOS ESCRITOS DE DISCÓBOLO

EL FARERO (Parte 3)

EL FARERO (Parte 3)

Plano de la planta baja del faro

En ese momento el miedo hizo mella en la mujer, pero recordando cómo hablaba de su mujer y las lágrimas resbalando por sus mejillas, pensó que el hombre estaba emocionado. Además, su compañera sabía que estaba en el faro (ella había oído dar el recado por teléfono); eso la relajó y empezó a bajar al segundo sótano. Él la seguía sin quitarse el pañuelo de los ojos, dándole a ella la impresión de que el recuerdo de su mujer le hacía llorar.

 

Nada más llegar al suelo él le asestó un golpe tremendo en la cara, que el cuerpo de Lourdes cayó en la cama como un fardo, y él empezó a subir las escaleras, mientras iba diciendo en voz alta:

 

—Esta habitación está por debajo del mar; tiene cierre automático imposible de abrir desde dentro si no es con un mando a distancia que nunca tendrás en tu poder si no me matas, porque ese mando va incluido en este reloj. Está tan insonorizada que ni siquiera una explosión de una bomba se oiría en el exterior. Bajaré a traerte comida y a hacer uso sexual de tu cuerpo cuando se me antoje. Así que vete cogiéndole cariño a la habitación,

porque en ella vas a pasar el resto de tus días.

 

En la cabeza de Lourdes se iba repitiendo, como un eco cada vez más lejano: “… el resto de tus días…, el resto de tus días…”. Una vez arriba volvió a girar la palometa y el suelo volvió a cerrarse de forma tal que nadie hubiese imaginado que allí debajo había otra habitación.

 

El farero, hombre muy inteligente, ingeniero electrónico, que había ejercido su profesión hasta que cierto día se le inflamó la vena bohemia y lo dejó todo para trasladarse a vivir al faro, lo que influyó bastante para que su mujer no dudara en abandonarlo ante la perspectiva de pasar en un faro de un pueblo sin vida el resto de sus días y renunciar a su vida social. Así que vio en aquel apuesto muchacho, que llegó al pueblo para realizar unas obras de infraestructuras, y que no dejaba de intentar mantener una relación con ella, la tabla de salvación para huir de aquel aburrido faro y de aquel marido que rozaba la esquizofrenia. No tuvo que pararse a pensar en nada: todo lo tenía planeado desde hacía mucho tiempo, y cada movimiento estudiado minuciosamente, con el fin de no cometer ningún fallo. La negativa de la viuda que regentaba el bar del pueblo a mantener relaciones con él, terminó de agudizar su problema y desde entonces sólo abandonaba el faro para hacer las compras semanales.

 

Se dirigió a una cesta de mimbre cuadrada donde guardaba los trapos de limpieza, cogió uno de ellos y empezó a limpiar todo lo que había tocado Lourdes: los pasamanos de las escaleras, el vaso donde tomó el refresco, la silla, la mesa… en fin, todo aquello que pudiese albergar alguna huella de ella. Después fregó el suelo con el mismo objetivo: hacer desaparecer las pisadas que no correspondieran a él. Cuando todo estaba seco, realizó el mismo itinerario, dejando sus huellas, que así quedarían como las únicas en el faro.

 

Mientras realizaba esta labor, con una sangre fría impresionante iba recordando lo mal que le había tratado el mundo y que había llegado la hora de devolverle a ese mundo el veneno que había vertido sobre él, sobre todo las mujeres. Desde la Universidad tuvo mala suerte con ellas, a pesar de tener un físico atractivo. Después el abandono de su mujer y la nota pidiéndole que no la buscara, que el verdadero amor le había llegado tan de repente y de una formas tan intensa, que no estaba dispuesta a perder ni un minuto más a su lado. Al leer la nota sintió la misma sensación que produce una hoja helada de un cuchillo clavándose en el corazón. Pero al fin el destino había puesto la venganza al

alcance de su mano. Aquello que había esperado tantos años, por fin lo podía disfrutar; se había presentado en el momento menos pensado.

 

En los salones del ayuntamiento ya había terminado la fiesta, con mayor éxito para unos que para otros, y la moderadora y el conductor del autocar se preguntaban por Lourdes, y la noticia de su ausencia corrió como un reguero de pólvora. Algunas mujeres reclamaban su derecho a volver a casa a la hora pactada, pero la mayoría estuvo de acuerdo en dar una batida por el pueblo para buscarla, ante el temor de que le hubiese pasado algo desagradable.

 

Todos salieron en su búsqueda, y el ruido que provocaban hizo que la pareja de ancianos que se cruzó con ella saliese de su casa y les comunicasen que la vieron dirigirse hacia el mar. Más de uno, al oír a los ancianos, sintió cómo el estómago le daba un vuelco, ya que en ese pueblo no había playa, sino un acantilado, donde se encontraba el faro, que iba descendiendo hacia unos riscos contra los que las olas golpeaban, convirtiendo aquel trozo de costa en un lugar peligroso.

 

El farero, al ver acercarse a tanta gente, puso en marcha la siguiente fase de su plan, que consistía en dar una clase magistral de cinismo. Abrió la puerta del faro y se dirigió al alcalde que encabezaba aquel grupo de personas, y con cara de asombro preguntó qué era lo que pasaba. Una vez puesto al corriente por el alcalde, el farero le invitó, junto al jefe de la policía local, sus compañeros y algunas personas más, a subir a lo más alto del faro, desde donde se podría divisar algo que diese una pista.

 

Así lo hicieron y, como es lógico, nada vieron. El farero se ofreció a poner la máxima atención por si veía algo, aparte de dedicar todo el tiempo que pudiese a esa labor. La gente continuaba recorriendo la costa, pero al no encontrar ningún indicio, desistieron, excepto sus compañeros, que llamaron a su marido por si ella, sin avisar a nadie, hubiese vuelto a casa.

 

Su esposo, con la normal preocupación, hizo que sus compañeros se informasen de si una mujer de las características de la suya había sido ingresada en algún hospital del entorno. Viendo que los resultados de las investigaciones eran negativos y la noche iba avanzando, pidió permiso a su jefe y se dirigió en su coche particular al pueblo donde desapareció Lourdes. Se dirigió directamente al cuartelillo de la policía local, donde le informaron de la carencia absolutas de pruebas, e incluso llegaron a insinuarle si la desaparición podía haber sido voluntaria. Él sabía cómo lo amaba su mujer y descartó la hipótesis.

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