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LOS ESCRITOS DE DISCÓBOLO

Relatos

EL FARERO (Parte 2)

EL FARERO (Parte 2)

Plano de la última planta del faro

 

Aquellas palabras ablandaron el corazón de Lourdes y pensó en la suerte que había tenido aquella mujer de haber sido amada de aquella forma tan sincera y tan profunda. En el fondo sintió lástima por él e incluso deseó abrazarlo para consolarle, pero el poco tiempo que hacía que lo conocía, frenaron sus deseos. Estuvieron charlando largo rato: ella contándole su vida y él mintiéndole en cada frase que pronunciaba. Lourdes miró el reloj y, haciendo un mohín, se levantó y dijo:

 

—No sabes lo a gusto que me encuentro aquí, pero mi compañera me estará echando de menos y lo mismo se asusta, aunque la fiesta quedó perfectamente encauzada.

 

Ignacio la siguió y una vez en la parte baja del faro, y sin relajar su sonrisa, le dijo:

 

—No te preocupes, ahora mismo llamo al ayuntamiento por teléfono y digo que vas enseguida. Perdóname por haber sido tan acaparador contigo, pero hace dos meses que aquí no viene nadie… desde que ella me dejó… —dejó en suspenso la frase para continuar— ¡Maldito cáncer! (ahora sí ponía cara de tristeza).

 

La realidad del farero era muy distinta: su mujer le abandonó hacía ya diez años; se había fugado con un hombre bastante más joven que él y nunca más supo de ella, convirtiéndolo en un misógino obsesivo que sólo pensaba en la venganza.

 

Ignacio se dirigió a un viejo teléfono que había en la pared del fondo y marcó los nueve números de rigor, pero el primer número que marcó fue el cero para asegurarse que no existía. La cinta de Telefónica dio el comunicado: “Telefónicas le informa que actualmente no existe ningún línea con dicho número”. Él hablaba fuerte para que sus palabras fuesen oídas por la mujer.

 

—Hola, Juani, soy Ignacio; hazme el favor de decirle a la monitora de la fiesta que su compañera, Lourdes, está conmigo en el faro y enseguida va para allá —hizo un breve silencio, como si oyera una contestación, y prosiguió—. Anda, anda, no seas guasona. Hasta luego, cuídate. 

 

Colgó el teléfono y se dirigió a Lourdes luciendo su sonrisa perenne, excepto cuando hablaba de la “muerte” de su mujer.

 

—Todo arreglado. La fiesta está en su apogeo y Juani dice que enseguida le dará el recado a tu compañera. O sea, que queda tiempo de sobra para que veas las curiosidades que conservo en esta parte baja. ¡Ah!, y ya sabes que en cuanto queráis, tu marido y tú podéis visitar el faro.

 

—Gracias…, de todas formas, el tiempo se me está pasando muy rápido.

 

—Mira, aquí tengo la cocina donde ahora me toca guisar, la mesa donde como. También tengo un sótano donde se encuentra el dormitorio que utilizaba con mi mujer y ahora, para mí solo, se me hace inmensa la cama y… en fin… todo sin ella me parece un martirio continuo. Ha sido demasiado castigo el que he sufrido con su muerte.

 

Al decir esta frase, dos lágrimas de cocodrilo resbalaron por sus mejillas, mediante un truco bastante sencillo utilizado por los actores para el rodaje de escenas dramáticas. Lourdes intentaba consolarle como podía, pero él insistía en el dolor que sentía.

 

—Perdona que no te enseñe el dormitorio; no creo que sea correcto que otra mujer entre donde yo le prometí que jamás lo haría.

 

—No te preocupes —dijo Lourdes—, es igual; si llego a saber que mi presencia aquí te

haría pasar este mal rato, ni siquiera me hubiese acercado al faro.

 

—¡Qué leches! (perdón). Arriba te dije que sólo te miraría con ojos de amigo, y a ella le prometí otra cosa muy distinta. Así que te lo voy a enseñar, porque pienso que eso hará bien a este continuo dolor que siento.

 

Lourdes no sabía qué decir ni qué hacer ante la actitud de Ignacio, así que antes de que se le pusiera de rodillas llorando, empezó a bajar las escaleras del sótano. Él la seguía mientras con un pañuelo se frotaba los ojos con la doble intención de que diese la impresión de secarse al mismo tiempo que se los enrojecía. Una vez abajo él empezó a explicarle cosas del dormitorio.

 

—Por favor, no toques la cama; no podría resistir la visión de otra mujer acercándose a ese lecho que tantas horas de felicidad nos proporcionó.

 

Lourdes casi no respiraba. De lo que estaba segura es de que aquel hombre había tenido y tenía obsesión por su “viuda”.

 

—Yo soy un “manitas”. Todo lo que hay dentro del faro lo he construido yo, incluido los muebles, y aún le tenía reservada una sorpresa que se fue de este mundo sin que le diera tiempo a verla. Me llevó años concluirla, pero estaba a falta, cuando ella murió, de los retoques finales. No sabes la pena que tengo porque ella no pudo utilizarlo.

 

Al pronunciar esta frase, cambió de posición una palometa que se encontraba detrás de una tubería de agua y parte del suelo empezó a retirarse, dejando ver otra habitación debajo del sótano. La habitación, que era pequeña y redonda, contenía una cama en el centro y una ducha y los sanitarios de un cuarto de baño pegados a la pared. Él le hizo un ademán para que descendiera por la escalera.

 

—Vas a ser la primera, y creo que la última persona que la veas, porque tú me has comprendido, te he visto sensible con mi dolor; he visto en ti cara de buena persona y porque no eres de este maldito pueblo en el que jamás he encontrado ningún tipo de apoyo.

 

 

EL FARERO (Parte 1)

EL FARERO (Parte 1)

 

Aquel autocar lleno de mujeres alborotadas por la emoción llegó por fin a su destino: un pueblecito costero, donde su alcalde había organizado, con la colaboración de una empresa dedicada a tales eventos, lo que se ha dado en llamar una “Caravana de Mujeres”. Se trataba de organizar una jornada lúdica con el fin bastante loable de aumentar el número de parejas, ya que en el pueblo los hombres solteros y viudos superaba con creces a las mujeres en el mismo estado civil, por lo que los nacimientos eran cada vez más escasos y la media de la población, por tanto, iba envejeciendo.

 

Fueron agasajadas en los salones del ayuntamiento por el alcalde, acompañado por todos los solteros y viudos del pueblo, vestidos con sus mejores galas domingueras, perfumados y luciendo sus mejores sonrisas, con la esperanza de que algunas de aquellas mujeres lo sacara de su estado de soledad y (¿por qué no decirlo?) abstinencia sexual. Sólo faltaba un soltero, un hombre amargado, solitario, introvertido y con una gran capacidad para engañar a las personas: el farero. Él observaba desde su faro el movimiento que se producía en el pueblo, sin tener idea de que iba a convertirse en el protagonista de los acontecimientos que estaban a punto de producirse.

 

Lourdes, una de las monitoras, sin duda la mujer más bella y atractiva que había transportado el autocar, una vez organizada la fiesta, le comunicó a su compañera que iba a salir a dar un paseo, porque le dolía un poco la cabeza y quería despejarse con el olor del mar. Salió del ayuntamiento y encontró las calles del pueblo vacías, y en su caminar hacia el mar sólo se cruzó con una pareja de ancianos, sentados en la puerta de su casa, que la saludaron muy educadamente.

 

Mientras caminaba, absorta en sus pensamientos intrascendentes, no reparó que era observada atentamente desde una de las ventanas del faro. Al llegar cerca del edificio, se abrió la puerta de éste y apareció el farero, que, como dije antes, era un especialista en mostrar un carácter muy distinto al que en realidad tenía. Destacaba su gran poder de convicción; sobre todo, con las mujeres, era un “piquito de oro”.

 

—Señora, es muy peligroso acercarse al acantilado; si desea contemplar el mar le ofrezco subir al faro, aunque deberá cobrarle por la maravillosa vista que va a contemplar y por la gimnasia que va a tener que hacer para subir esta vieja escalera de caracol.

 

Al decir esto esbozaba una amplia y generosa sonrisa y con su mano derecha señalaba la puerta de aquella antigua construcción que servía de guía nocturna a los barcos.

 

—Muchas gracias, pero sólo quería pasar un rato a solas, despejar un poco mi cabeza y, sobre todo, respirar esta maravillosa brisa marina.

 

—No encontrará un sitio mejor ni más adecuado para llevar a cabo sus objetivos que la parte superior del faro. Es una sensación extraordinaria, al alcance de muy poca gente. Yo que usted, no perdería la oportunidad, y así jamás tendría que preguntarme cómo se vería el batir de las olas del mar sobre las rocas desde esa distancia, vistas desde un faro.

 

No dejaba de mostrar su sonrisa, que a cualquiera podría hacerle pensar que era sincera, y así, poco a poco, fue consiguiendo que la mujer se relajara y la desconfianza del principio fuese transformándose en simpatía hacia el desconocido. Decidió entrar en el faro, y él, sin perder la sonrisa, se ofreció a subir primero, ya que ella llevaba puesta una falda y, dada la inclinación de la escalera, no quería que se sintiese incómoda por ser observada desde la parte posterior. Con este detalle la mujer terminó de abandonar su desconfianza.

 

—Bueno, perdona por mi torpeza, ni siquiera me he presentado: me llamo Ignacio y estoy encantado de conocerte.

 

—Yo soy Lourdes y también para mí es un placer haberte conocido. Estoy casada con un policía local de un pueblo cercano y soy monitora de la empresa que ha contratado el ayuntamiento para la realización de la “Caravana de Mujeres”. Aparte de eso, tengo un hijo de siete años.

 

Yo, desgraciadamente, soy viudo desde hace solamente dos meses mintió Ignacio, y no creo que jamás pueda mirar a otra mujer con ojos que no sean de amigo. Ella era mi vida y nadie ocupará jamás su lugar; y voy a hacerte una confesión: en más de una noche de soledad he pensado dejar mi vida junto a las espumas que bañan la roca.

 

 

 

CALLE MONTELEÓN

CALLE MONTELEÓN

 

Trabajé en la calle Monteleón, donde componíamos libros para diversas editoriales. Éramos sólo nueve personas en el taller, incluyendo al encargado, un andaluz de un pueblo cordobés con una espalda como un armario de cuatro puertas, unos brazos como columnas y una fuerza descomunal.

 

Este hombre y yo manteníamos una gran amistad y desayunábamos y comíamos siempre juntos. En cierta ocasión fuimos, como de costumbre, al bar de Malasaña donde había un cliente que hablaba con un tono de voz muy elevado, quizá, causa de alguna cerveza de más:

 

—Soy cinturón negro de judo, II Dan, y me apuesto con quien quiera que si yo le hago una llave en el cuello es imposible que se libre de ella, pero si él me la hace a mí, no tardo nada en liberarme.

 

Todo el bar permanecía en silencio esperando acontecimientos. De pronto mi amigo, que no se callaba ni debajo del agua, le dijo:

 

—¿Y qué te apuestas?

 

—Lo que tú quieras.

 

—¿Hace tres raciones de gambas y tres tubos de cerveza?

 

—Hecho.

 

Se dieron la mano (el otro le hizo una reverencia) y mi amigo le dijo que él iba a hacer la llave. El judoka quedó de acuerdo y pidió que dejasen espacio libre en el centro del local. Mi compañero le abrazó el cuello con un brazo, pero con tanta fuerza, que el II Dan cayó al suelo sin conocimiento. El dueño del bar quería llamar al SAMUR, pero mi amigo se opuso rotundamente:

 

—Si se lo lleva el SAMUR, pagas tú.

 

Así que echándole un poco de agua se fue reanimando y al final pagó, ya lo creo que pagó.

 

—::—

 

En el taller, la máquina que yo utilizaba era la que estaba más cercana a la calle. De pronto siento un jaleo impresionante de voces y advierto a mi amigo de que algo grave está pasando. Salimos fuera y vimos que un hombre joven quería pegar al dueño del taller, un anciano de casi ochenta años.

 

Antonio, el encargado, permanecía de pie, observando la escena mientras se comía una naranja. Yo le di un empujón al agresor y metí al dueño del taller dentro, pero el tío seguía envalentonado dando voces.

 

—Si no me pagas, te voy a destrozar el coche.

 

—No pienso darte ni un duro porque no habéis cumplido el contrato.

 

Ni corto ni perezoso se dirigió al coche y empezó a darle patadas, y ahí fue donde actuó Antonio:

 

—Eh, mira, la calle es cuesta, tira pa’bajo que avanzas más.

 

El otro seguía a su faena, que fue cortada de una leche tan impresionante que le hizo retroceder hacia atrás hasta que la pared de enfrente lo paró y quedó sentado en el suelo (Monteleón es una calle estrecha). Antonio no tuvo que repetir nada; el individuo se levantó y se fue calle abajo limpiándose la sangre.

 

—::—

 

El colmo fue una tarde que salimos de trabajar y nos dirigíamos a la calle San Vicente (antes Onésimo Redondo —para los de Madrid—), cuando al llegar a la altura de la plaza del 2 de Mayo había dos chavales, de los llamados pasotas, liados a gritos el uno con el otro. Mi amigo me dijo:

 

—Espérate, que éstos son unos pringaos y verás cómo no se pegan.

 

—Venga, Antonio, coño, vámonos.

 

Los chavales seguían con un vocerío impresionante:

 

—Te voy a machacar, cabrón.

 

—No tienes cojones.

 

—¿Qué no? Suelta el palo que llevas en la mano, si eres hombre.

 

Mi amigo, con los brazos cruzados, al lado de los dos; yo me mantenía más alejado, deseando que terminase el espectáculo para volver a casa.

 

—Coja usted el palo un momento, que se va a enterar éste.

 

Al decir esto, le alargó el palo a mi amigo, que lo cogió, y una vez en su mano, el chaval tiró del palo y éste llevaba una mierda de perro en la punta, que quedó pegada en la mano de mi amigo. Los chavales empezaron a correr a toda leche, y desde el otro extremo de la plaza del 2 de Mayo se partían de risa. Mi amigo se limpiaba como podía mientras ladraba en arameo. De pronto se paró, se me quedó mirando muy fijo y me dijo:

 

—Como cuentes esto, te arranco la cabeza.

 

Y, claro, yo no lo conté… hasta el día siguiente por la mañana.

 

 

D I V A G A C I O N E S

D I V A G A C I O N E S

 

Me estoy mirando las rayas de la palma de la mano y no consigo descifrar nada. La raya llamada “de la vida” la tengo larga, casi me llega a la muñeca, pero un poco antes se parte en dos; en fin, que la quiromancia no es lo mío.

 

Y es que hay veces y en determinadas circunstancias en las que uno se agarraría a un clavo ardiendo para salvarse, y no es el miedo, lo juro: es el querer adelantarme a lo desconocido. Creo que los humanos tenemos una lucha contra la genética, contra nuestra memoria colectiva como Humanidad a través de los siglos y milenios, y digo memoria colectiva, que no histórica, que no está la cosa como para gilipolleces mañaneras.

 

Estuve leyendo algo que, dentro de mi ignorancia, lo había barruntado. Resulta que el miedo, asco o aversión que tienen las personas a algunos animales (serpientes, ratas, cucarachas, arañas, etc.) es consecuencia de episodios sufridos por nuestros antepasados. Por ejemplo, las arañas y las serpientes eran bichos capacitados para subir a los árboles donde dormían los primeros humanos (monos) para, como se diría hoy, dar por culo al personal. Ese temor se ha ido transmitiendo de generación en generación y aún hoy nos queda la reminiscencia.

 

También la mayor religiosidad de unos pueblos sobre otros es cuestión de genética. La predisposición a creer en dioses o negarlos, a matar y morir por ellos, a ignorarlos... Pero no tenemos nada que nos diga cómo es el paso de la vida a la muerte; o de la muerte a la vida, como afirman algunos.

 

Y eso es lo que causa temor: la ignorancia, el no saber qué te vas a encontrar, si es que encuentras algo, porque por mucho que se tenga una fe, una creencia en algo, siempre te queda la duda de cómo será, y viceversa: he visto muchos ateos “convencidos”, agarrarse a un crucifijo para recibir la extrema unción in artículo mortis (a punto de morir).

 

He empezado hablando de quiromancia y he terminado haciendo conjeturas divagantes. Espero que lo mío no sea genético por el bien de mis descendientes.

 

 

 

P E S A D I L L A

P E S A D I L L A

 

Una pesadilla. Si te asustan los relatos de terror, no leas éste.

 

Me encontraba yo viviendo en Marruecos y en ese momento reunido con un grupo de amigos a los que le comentaba mi intención de comprar algunos productos españoles que vendían de contrabando. Mis amigos comenzaron a encargarme cosas y me daban dinero para pagarlos, así que reuní una buena cantidad de dinero. Esta operación estaba siendo observada por tres individuos que, una vez que emprendí mi camino, me siguieron hasta encontrar el lugar adecuado para atacarme y robarme el dinero.

 

No estaba dispuesto a permitir que me despojaran del dinero de mis amigos, así que la resistencia y la lucha fueron terribles, hasta el punto de que conseguí matar a dos de los tres asaltantes, pero ya sin fuerzas y asustado decidí huir del tercero que me seguía amenazándome con perseguirme hasta mi casa para, una vez conseguida la dirección, denunciarme a la policía marroquí. La idea de pisar una cárcel de Marruecos me asustaba tanto que hice un sobreesfuerzo y conseguí despistar a mi perseguidor.

 

Me dirigí hacia mi casa, que se encontraba ubicada en la parte más alta de una calle en pendiente. Antes de acceder al portal había que subir unos cuantos escalones. Comencé a subirlos con toda la rapidez que me permitían mis cansadas piernas y, al llegar mi vista a contemplar el suelo del portal, mi estómago se encogió provocándome una arcada que estuvo a punto de hacerme vomitar.

 

Aquella visión me paralizó. Allí, arrastrándose por el suelo, se encontraba la cabeza decapitada de mi vecina, dejando sobre el suelo una estela de sangre viscosa que se me antojaba demasiado negra. La cabeza, con los ojos desorbitados, dirigiéndose a mí, me dijo:

 

—No subas, que está loca.

 

Nada más oír estas palabras, sentí un inmenso golpe en la contrapuerta del portal y allí apareció mi otra vecina; ésta era más joven, pero al contemplarla quedé petrificado: estaba completamente despeinada, sus ojos aparecían ensangrentados; sus ojeras eran de color lila, rozando el morado, y sus labios presentaban un color amarillento blanquecino y estaban completamente resecos.

 

Y ella, cogiendo la cabeza por el cabello la lanzó todo lo lejos que pudo mientras gritaba:

 

—Esta bruja le ha contado todo a mi marido.

 

Yo no sabía qué hacer ni cómo reaccionar, mientras veía la cabeza rodar calle abajo. Ella se dirigió hacia mí como si no hubiese pasado nada, acercó su boca a mi mejilla y me besó.

 

—¡Qué fría estás!

 

—Es que estoy muerta.

 

Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, y aún hoy al recordarlo lo vuelvo a sentir.

 

 

T R A V E S U R A S

T R A V E S U R A S

 

Recibir un regalo de Reyes era un lujo hawaiano, pero los hados se compadecieron de nosotros y uno de mis amigos consiguió una pelota de goma de un tamaño respetable: una gozada.

 

Nosotros, naturalmente, jugábamos en la calle, ya que el tráfico era casi nulo, y las porterías las poníamos en las aceras, debajo de las ventanas de los pisos bajos. Cierto día, en pleno partido, salió el señor que vivía en uno de estos pisos, que ya era un anciano el hombre, y cogió la pelota, con la siguiente amenaza:

 

—Si vuestros padres no me pagan los cristales que me habéis roto, no os devuelvo la pelota.

 

Blancos nos quedamos. Veíamos cómo se esfumaba la pelota, ya que cualquiera era el valiente que le decía a su padre que había roto unos cristales y tenía que pagarlos.

 

—La pelota me la pagáis entre todos o mi padre me mata.

 

—Calla, hombre, vamos a pensar una idea para que el viejo nos la devuelva. Y así lo hicimos. Estuvimos un buen rato examinando la mejor forma, y por fin quedamos de acuerdo: hostigar al abuelo hasta que cediera.

 

La estrategia consistía en varios puntos, y pusimos en marcha el primero. Se trataba de cazar unas cuantas lagartijas y amarrarles a la espalda un petardo con un hilo. Como he dicho antes, las ventanas daban a la calle, y allí, debajo de una de ellas, permanecíamos tres amigos agachados con la munición preparada; otro tocaba con un palo en el cristal, y a la señal que nos emitía el quinto, que estaba escondido enfrente, de que el viejo había abierto la ventana, los que estaban agachados encendían los petardos y lanzaban dentro la bomba-lagartija. Entre la “mascletà” y los trozos de lagartija pegados por toda la habitación, los abuelos gritaban histéricamente.

 

Inmediatamente nos poníamos enfrente, todos en formación y gritando:

 

—¡Queremos la pelota! ¡Queremos la pelota!

 

Los abuelos se acordaron de toda nuestra familia, nos amenazaron de mil formas y cerraron la ventana. El punto primero no había surtido efecto y pasamos al segundo casi sin darles tiempo para recuperarse. Este punto era especial, no podía fallar. Cogimos una caja de zapatos e hicimos dentro nuestras necesidades fisiológicas, para decirlo de una manera fina, nos cagamos todos en la caja, pusimos dentro a Pascual, nuestra mascota: un sapo cabezón, y colocamos la caja boca abajo delante de la puerta; llamamos y salimos corriendo.

 

El hombre, al ver la caja, lo primero que hizo fue darle una patada y llenarse el zapato hasta el tacón, mientras que Pascual entró en su recibidor dando saltos y poniéndolo todo perdido. La mujer estuvo haciendo virguerías para limpiar aquello y nosotros nos fuimos a nuestros puestos a dar las voces de rigor:

 

—¡Queremos la pelota! ¡Queremos la pelota!

 

Al ratito se abrió la ventana y la pelota vino hacia nosotros botando despacio, con calma, como si fuese una prenda que entrega el enemigo vencido. Me dio mucha pena aquel hombre; siento remordimientos de conciencia cuando me acuerdo, pero sólo de él, la mujer tenía una boca para pedírsela prestada para una pelea.

 

 

ABURRIMIENTO

ABURRIMIENTO

 

La noche avanzaba y al mismo ritmo mi aburrimiento. La televisión no ofrecía nada interesante. Encendí mi PC y entré en el chat. Puse en funcionamiento mi detector de mujeres inteligentes, simpáticas, agradables y amenas, es decir, las que tienen un buen culo. El detector se deslizaba suavemente sobre la lista de usuarios y, de repente, empezó a emitir su sonido característico: bip, bip, bip... La suerte me había sonreído, ella estaba allí, esperándome.

 

Nervioso, con una taquicardia producida por la emoción, me precipité a pinchar dos veces sobre su nick y apareció su ventanita en mi pantalla. Le dije: “Hola, soy Discóbolo”; me dedicó una sonrisa amplia, generosa, seductora; la miré a los ojos como si quisiera dejar grabada esa visión en mi mente.

 

Estuvimos hablando el tiempo suficiente para conocernos a fondo (unos diez minutos) y pasó lo que tenía que pasar: en un arrebato de pasión incontrolada le hice la pregunta que me estaba quemando toda la noche: “¿En tu casa o en la mía?”.

 

No le dio tiempo a contestarme porque Iberdrola decidió cortar el suministro eléctrico en el distrito 28024. Fue un apagón que duró escasamente dos minutos, pero fue suficiente para que al volver ella hubiese desaparecido.

 

Y, como dice la canción de Raphael, “yo no he vuelto a encontrarla jamás, desde aquel día”.

 

 

 

CASA DE CAMPO

CASA DE CAMPO

 

Lago de la Casa de Campo de Madrid

 

Hacía una temperatura agradable, un estupendo día de primavera que aproveché para hacer una gestión en la Escuela Nacional de Hostelería sobre la matriculación de mi hijo. Aparqué el coche en la Casa de Campo, donde se encuentra la Escuela, realicé la gestión y me dirigía hacia el lugar dejé aparcado mi vehículo, sumido en mis pensamientos sobre la conversación mantenida en la Secretaría del Centro. De repente me abordó una mujer bastante joven, muy guapa y con una vestimenta muy provocativa.

 

—Buenos días, me puede atender un momento, por favor.

 

Dado que la Casa de Campo es el lugar de trabajo de la mayoría de las prostitutas de Madrid, enseguida me puse en guardia:

 

—Lo siento, llevo mucha prisa.

 

—Perdone, llevo dos días sin comer.

 

Esas palabras golpearon mi ser profundamente, aunque hay tanta picaresca en ese lugar que aún me quedaba alguna duda sobre su sinceridad. Clavé en ella mi mirada y pude ver cómo enrojecía de vergüenza y de sus ojos se desprendían dos lágrimas.

 

—Bien, si eso es cierto, vamos a desayunar.

 

Caminando hacia el bar, intercambiamos unas palabras y pude darme cuenta que era una mujer muy culta. Nos sentamos en una terraza que tiene una preciosa vista sobre el lago. Antes de pronunciar palabra teníamos a nuestro lado al camarero. Yo pedí un café y ella una cerveza y un bocadillo de tortilla española. La dejé comer sin mencionar palabra, sólo la miraba fijamente, y de verdad que comía con ansia. Cuando terminó le dije muy bajito:

 

—¿Me lo quieres contar?

 

—Verá usted, me llamo Almudena y soy de un pueblo de Badajoz. Estoy divorciada y con un hija de corta edad, que ahora cuidan mis padres. Tuve que divorciarme por una cuestión de malos tratos y, por supuesto, mi ex marido no me pasa ni un euro. Hace dos semanas me trasladé a Madrid para buscar un trabajo y poder mantener a mi hija, pero no he tenido suerte. Tengo pagada la pensión sólo hasta el domingo y hoy decidí venir aquí a prostituirme, pero me ha faltado valor.

 

Mientras relataba su historia sus lágrimas seguían descendiendo por sus mejillas, lo que me indujo a creer que no mentía; no se puede ser tan buena actriz. Pensé en mi hija y que nadie estamos libres de que en un futuro nos pueda suceder algo tan duro en la vida.

—Mira —le dije—, voy a darte cien euros por si puedes alargar con ellos unos días en Madrid y que la suerte te sonría.

 

—Le juro que se los devolveré algún día; por favor, déme su dirección.

 

No quise hacerlo; la verdad es que estaba deseando alejarme de allí y olvidar la historia. Nos despedimos; yo subí a mi coche y me alejé de aquel lugar. Prefería pensar que perdí el dinero o que estuve cenando en un buen restaurante. Al llegar a casa noté que la cartera que llevaba en el bolsillo posterior del pantalón no estaba y me maldije por mi buena fe y por haber sido tan incauto. Decidí esperar un par de días antes de poner la denuncia; lo único que cancelé fueron las tarjetas de crédito.

 

Por la tarde, al abrir el buzón de correos encontré allí mi cartera. Enseguida me dirigí al billetero y vi que me faltaban 50 euros y en su lugar había una nota, que decía: “Siento haber abusado de una persona como usted, pero ahora tengo su dirección y le devolveré todo”.

 

Pasaron dos años; yo había olvidado ya aquella historia y dado por perdidos los 150 euros.  Un día, al abrir el buzón encontré un sobre con mi nombre manuscrito, lo abrí y dentro había tres billetes de 500 euros y una carta, firmada por Almudena, que decía:

 

“Como le prometí le devuelvo su dinero con el interés que he creído que merece. Gracias a su ayuda mi vida cambió, encontré un trabajo en unas oficinas y ahora estoy casada con el propietario. Perdone que no le dé más datos, sólo decirle que jamás podré olvidarle y siempre le llevaré en mi corazón”.