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LOS ESCRITOS DE DISCÓBOLO

EL FARERO (Parte 6)

EL FARERO (Parte 6)

 

Plano del sótano segundo o zulo

Ella estaba cubierta con una sábana, sentada al borde de la cama y llorando. Su cabeza era un hervidero de ideas confusas, de preguntas, de ansiedad. Su hijo y su marido no se le borraban ni un segundo: ¿Qué pensarían?... y ella, ¿cómo podría salir con vida de aquel agujero? ¿Por qué el desayuno y la comida se los sirvió por una ventana que abría y cerraba herméticamente y no personalmente? ¿Por qué la semidrogó para violarla? ¿Pretendía que ella se enterase de que estaba siendo violada, pero no quería resistencia? La única realidad era que tenía que tener mucho cuidado porque era un enfermo mental muy peligroso.

 

El deslizamiento del techo la devolvió a la realidad de su verdugo. Desde su perspectiva, como la primera vez, lo vio muy alto, pero a medida que descendía parecía recuperar su estatura normal. Su desnudez hacía que su miedo aumentase a medida que él se acercaba. Ella observó que él llevaba un reloj, sin números, cuadrado, de color verde, pero su cabeza no estaba en condiciones de hacerse preguntas, y mucho menos de responderlas. Cuando él se sentía dueño de la situación no cerraba el techo, sabía que nadie le oiría en aquel apartado lugar. Dirigiéndose a ella, con tono muy agresivo, le ordenó:

 

—Quítate la sábana de encima y siéntate que quiero hacerte unas preguntas. No intentes ninguna tontería porque entonces te mataré con mis propias manos. Vamos a ver, quiero que tengas claro que si me mientes en algo vas a arrepentirte cada día de haber nacido. Así que tú sólo limítate a contestar a lo que yo te pregunte, porque te advierto que me da igual tenerte aquí que matarte. Vamos a ver: ¿qué es lo que le gusta más a tu perra?

 

—Ella sólo come pienso para perros. ¿Cómo sabes que tengo una perra?

 

Aquella pregunta le sacó de quicio y la golpeo con tal violencia que empezó a sangrar por la boca. Desde ese momento no volvió a decir ni una palabra. La idea del farero era envenenar esa misma noche a la perra, cosa bastante arriesgada y más en un animal que sólo comía pienso. Estaba tan irritado que toda su ira pensaba hacérsela pagar a ella; así que, se acercó al lugar de la cama donde ella estaba sentada, se quedó de pie frente a ella, metió su mano en el bolsillo y sacó una navaja de hoja larga estrecha y muy afilada:

 

—Ahora, vas a abrirme la bragueta, sacarme la polla y chupármela con mucha suavidad. Si siento el menor roce de tus dientes, no volverás a ver a ese chucho porque te degollaré como a un cordero, pero lo haré lentamente.

 

Para demostrarle que estaba dispuesto a hacerlo le dio un pequeño corte en un hombro e introdujo la punta de la navaja dentro del otro hombro. Ella gritó desesperada, y él le advirtió que si volvía a gritar de nuevo, no le importaba violarla mientras se desangraba. Lourdes no tuvo más remedio que plegarse a los deseos del psicópata para poder conservar la vida mientras se presentaba una oportunidad para poder huir de aquel calvario.

 

—Lo estás haciendo muy bien. Así me gusta; ahora ponte a cuatro patas que voy a sodomizarte como a una perra… ¡Vamos, de prisa, cerda; después, cuando estés bien mojadita, terminaré dejándote el coño relajado!

 

Ella obedeció y se puso a cuatro patas, pero la visión de la mujer en esa posición, después de la felación que había recibido, le hizo que eyaculara sobre sus nalgas antes de darle tiempo a ningún tipo de penetración. Se sintió tan mal que propinó una patada en el costado a la mujer que la tiró fuera de la cama, mientras él subía las escaleras, avergonzado en su interior. Fue a la ducha, pero antes pasó por el cuarto secreto, enchufó las cámaras y ella permanecía desvanecida en el suelo.

 

Nada más salir de la ducha sintió uno golpes enormes en la puerta del faro. Por inercia, abrió sin preguntar quién era y se encontró con Daniel. El marido de Lourdes había decidido jugarse el todo por el todo. Abandonó el hotel, metió la perra en el coche y se acercó al faro por una calle lateral, dejando a Laika dentro del vehículo, muy cerquita del edificio.

 

Ignacio puso cara de asombro al verlo, pero no le dio tiempo a decir nada, porque David le asestó un enorme golpe en la frente con la culata de su pistola. Cogió las llaves, que estaban puestas en la cerradura y se las llevó, dejando la puerta entornada y el cuerpo de Ignacio tirado en el suelo, sin conocimiento y sangrando por la frente. Fue a buscar a Laika y volvió donde se encontraba el farero. Cerró la puerta con llaves, mientras la perra subía escaleras arriba y al rato bajaba arañando en la puerta del primer sótano. David buscaba agua para reanimar al farero sin prestar atención al animal.

 

Al notar el agua fría en su cara, Ignacio se recuperó, se sentó en el suelo y se puso las manos en la cabeza para mitigar el fuerte dolor que sentía a causa del fuerte golpe recibido. Frente a él, de pie y encañonándole con la pistola, David se había percatado del extraño “reloj” que portaba el farero. Sólo le dio importancia cuando instintivamente Ignacio trataba de ocultarlo con cierto nerviosismo. En ese momento David se dio cuenta de que Laika ladraba en la puerta del sótano. Abrió la puerta y la perra desapareció escaleras abajo moviendo el rabo en señal de alegría. David, dirigiéndose al herido, le dijo:

 

—Sé que mi mujer ha estado aquí, porque, aunque te parezca extraño, puedo oler su aroma y me vas a contar todo si en algo aprecias tu vida. Llevo muchos años en la policía y conozco a los malhechores por su olor, aunque estén recién duchados. Me he informado bien de ti y sé que eres inteligente, así que sabes que voy a matarte si no me dices lo que quiero saber. Tengo guardada una pistola no registrada y cuando venga la científica tus huellas estarán en ella, y la legítima defensa no está penada, y mucho menos para un policía. De entrada, dame esa especie de reloj y dime sus funciones.

 

—Tú, sin embargo, no eres tan inteligente, primero porque no te has informado sobre mí ni sabes qué soy capaz de hacer; segundo porque no vas a tener cojones de apretar ese gatillo contra mí y quedarte veinte años sin ver a tu hijo ni, por supuesto, a tu mujer.

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