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LOS ESCRITOS DE DISCÓBOLO

Relatos

COLEGIO (Parte 1)

COLEGIO (Parte 1)

 

De pequeño fui un niño de los hoy llamados “superdotados”. A los cuatro años sabía leer y escribir, e incluso redactaba. Prueba de ello es la primera felicitación a mi madre el día 8 de diciembre (antiguo Día de las Madres), escrita cuando contaba cuatro años y cuatro meses y que ella se encargó de guardar en su misal hasta su muerte, donde, revisando sus “tesoros”, la encontramos junto a algunas poesías que de muy joven le había escrito.

 

Las clases del colegio eran aburridas; yo tenía una gran facilidad para con una sola lectura captar los conceptos e incluso retener en mi memoria por mucho tiempo lo leído. Como se verá, ese talento natural se volvió en mi contra, perjudicando gravemente mi vida en aquel momento y en el futuro.

 

Vivía en el extranjero y el Consulado de España convocó unos exámenes para la concesión de una beca de estudios en España, concretamente en Málaga. El colegio me presentó y saqué el número uno de la promoción. Ahí empezó el período más amargo de mi vida, que modificó todo mi futuro y dejó en mí unas secuelas de odio capaz de cometer cualquier barbaridad sin el menor remordimiento. Me internaron en un campo de concentración regido por curas salesianos. Allí recibí palizas, humillaciones y todo lo que defina “malos tratos”. Tengo que decir que no abusaron sexualmente de mí porque mi físico no sería apetecible, pues estaba muy delgado, aparte de la mala leche que yo me gastaba, pero juro que vi abusar de un chaval, y enseguida lo puse en conocimiento de su hermano mayor, que le dio un tremendo puñetazo en la cara al cura. Solución al problema: los dos hermanos expulsados del colegio.

 

Pero lo más hiriente, el dolor más grande, lo que jamás se borra de mi mente fue la despedida de mi madre en el colegio: los dos abrazados llorando (yo tendría casi nueve años):

 

—Mamá, no me dejes aquí.

 

—No te imaginas lo que me cuesta hacerlo.

 

—No quiero quedarme, llévame a casa.

 

—Hijo, aquí está tu porvenir: harás oficialía, maestría y después pasarás a estudiar en la universidad y te harás ingeniero. Serás el primer universitario de la familia y cuando seas mayor no pasarás las penurias que pasamos ahora.

 

—Yo quiero estar con mis padres, con mis hermanos, con mis amigos, con mi gente. No quiero ser ingeniero, quiero trabajar en la imprenta, y no me importan las penurias.

 

—Por favor, niño, no me lo pongas más duro, ¿no ves que se me parte el corazón de tener que dejarte aquí?

I N S U L T O S

I N S U L T O S

 

 

¿Por qué siempre las mujeres sufren las ofensas, sea quien sea al que se quiere insultar? ¿Qué culpa tiene mi madre de mis desmanes para que la llamen puta… o mi mujer si me llaman cabrón? ¿Por qué no me insultan a mí directamente? Incluso si me llaman maricón con ánimo de ofenderme, es también un insulto a la mujer, ya que me comparan con ella de forma despectiva y despreciativa, en mi actitud y pensamiento.

 

Antes, si a tu madre, mujer o hija alguien las llamaba puta, sabía que no se iba a ir de rositas, y a eso se exponía. Ahora no hay mucho motivo para ofenderse porque una puta es “una trabajadora del sexo”, y un cabrón, el marido de esa currante, que tiene derecho a vacaciones por paternidad.

 

No creo que el que llama “hijo de puta” a alguien esté pensando en la madre del ofendido apoyada en una esquina de la calle Montera girando el bolsito y asaltando a posibles clientes, ni en la Casa de Campo con un tanga puesto. Pienso que ese “qué hijo de puta eres” equivale a “qué mala leche tienes”, y si le añades “cabrón”, queda redondo.

 

Es decir, que la Semántica cambia. Si tú ves a una señora con un niño y le dices:

 

—Este niño tiene maneras refinadas, o

 

—Este niño debería estar menos entre mujeres porque tiene un leve afeminamiento, o

 

—Este niño es maricón perdío.

 

Seguro que la mujer reacciona de diferente forma, mientras que con las tres definiciones hemos querido decir lo mismo. Y como empecé a decir antes, la Semántica va cambiando al ritmo que imponen, en estos casos los políticos:

 

“Vamos a proteger (que lo veo bien; a menos tiburones, más bacalao) a los maricones, que son muchos, con gran poder adquisitivo y, generalmente, cultura elevada muy superiores a la media nacional, lo que supone un aumento de votos en las urnas. Empezaremos cambiándoles el nombre por homosexuales, o mejor, por “gays”, para que se sientan internacionales, aunque entre ellos se llamen “maricón”. También aceptaremos su banderita multicolor y, como “el día del subnormal”, “el día de la mujer trabajadora”, etc., le daremos “el día del orgullo gay”: ¡hala!, un día para mariconear libremente por las calles vestidos de locas.

 

¿Para cuándo el días del orgullo del agricultor, del camionero, del marinero o del desencapullamonos? Y es que si la cabras votaran, estarían paseando por nuestras calles como las vacas por la India.

 

Ya se me ha ido la olla; empecé hablando sobre insultos y he terminado haciéndolo sobre maricones o, mejor dicho, del provecho que los políticos sacan de ellos.

 

 

G R A N J A (Cuarta parte)

G R A N J A  (Cuarta parte)

El gallinero era un corral que jamás se había limpiado, con lo que imagino que el suelo tendría una capa de más de 10 cm de excrementos de gallinas resecos, los cuales tenía que ir cavando con una azada, recogerlos con una pala, cargar la carretilla y transportarlos al estercolero. Yo hubiese preferido recoger leña en el monte.

 

Mientras, nosotros, sentados en el muro, nos burlábamos de él, el pobre chaval no paraba de decirnos: “¡no reíros, cabrones!”

 

La estancia en aquella finca nos confirmó lo que la vida nos había enseñado y aumentó nuestros conocimientos sobre nosotros mismos y sobre el resto de la Humanidad. Aprendimos que en cualquier sitio poca cosa es necesaria para mantener la vida y que se puede ser feliz si nos conformamos con lo que tenemos; ése es nuestro grado de felicidad: nuestro grado de conformismo. Aprendimos decenas de cosas, sobre todo, que la Naturaleza, cuidándola, te ofrece infinidad de remedios. Nos ayudó a fortalecer nuestro cuerpo y nuestro espíritu y a comprender ahora, desde el bienestar y la abundancia, la reacción de algunos pueblos de la Tierra poco favorecidos por la fortuna.

Vimos cómo, sin medios, mi tío hacía operaciones quirúrgicas a los animales, como castraciones, cataratas, tumores, suturas…, jamás visitó la finca ningún veterinario. Salimos de allí más preparados para enfrentarnos a la vida… más hombres.

 

Desde aquí, con estas letras carentes de todo tipo de talento literario, quiero que mi escrito sirva como homenaje de cariño a mis tíos, sobre todo a mi tía, que era para nosotros nuestra segunda madre.

 

G R A N J A (Tercera parte)

G R A N J A  (Tercera parte)

 

Una vez en la cama, y como había que madrugar, Miguel decía: “El que se duerma primero, que avise”, y acto seguido decía: “Aviso”. A partir de ese momento no se oía nada. Nos dormíamos con un oído “abierto”, para dar un salto de la cama al oír la puerta de la habitación, con el saludable propósito de librarnos de las caricias de la honda de pita que llevaba en la mano “el despertador”.

 

Miguel seguía siendo el jefe, incluso se trasladaba en aquella bicicleta destartalada, con un gran cajón en la parte trasera, a comprar víveres a un pueblecito que distaba 14 kilómetros.

 

Aquel primer y último verano para él, llegó mi primo “el fino”, “el hijo de papá”, “el rico de la familia”. Miguel recibió la orden de “reeducarlo y adoctrinarlo”, ya que la filosofía que tenía el angelito no coincidía para nada con la de mi tío y, por extensión, con la nuestra. El primer día que nos sentamos en la mesa a comer, todos habíamos terminado el postre y el nuevo fichaje aún estaba con el primer plato y, para más INRI, suelta la frasecita de “¡hala, qué bestias sois! ¿Ya habéis terminado?, pues mi mamá me ha dicho que hay que masticar un buen rato, primero con la parte izquierda de la dentadura y después otro buen rato con la parte derecha”.

 

Mi tío se quedó mirando fijamente a mi tía y le dijo: “desde mañana, éste y Miguel comen en el mismo plato”. Las órdenes de mi tío eran “sagradas”, no había posibilidad de discutirlas, sólo te dejaba una opción: cumplirlas a rajatabla. Y así sucedió: el día siguiente, recuerdo que había para comer “puchero”, una especie de cocido. Mi tía les puso un plato grande para que comiesen los dos juntos. No recuerdo con exactitud, pero

creo que fueron tres cucharadas las que le dio tiempo al chaval a llevarse a la boca. Seguidamente, con la carne tuvo menos opciones. En fin, que se quedó sin comer. Después, mi tío se levantó y señalándole severamente con el dedo, le dijo: “y como te vea yo rondar por la cocina, te ato en un corral hasta la hora de cenar”. Le advertimos a mi primo que era capaz de hacerlo. Poco a poco el señorito fue cambiando su filosofía: pasó una semana mala, pero al final comía a la misma velocidad que Miguel.

 

Lo máximo de aquellas vacaciones, algo que cuando nos reunimos los hermanos lo comentamos y reímos (que no volverá a pasar después de la muerte de Miguel) fue un día fresquito que a la vuelta de la playa intentábamos que no se nos cayera la moquilla y mi tío, que iba delante, se vuelve y nos dice:

 

—Parecéis que sois del sorbetón.

 

Esta tontería nos hizo mucha gracia y empezamos a preguntarnos unos a otros:

 

—¿Usted de dónde es?

 

—Yo, del sorbetón, ¿y usted?

 

Mi tío pensaría que nos estábamos burlando de él, y su mala leche iba en aumento, aunque nosotros no nos dábamos cuenta y seguíamos con la broma del “sorbetón”. Al llegar a casa nos echamos por encima los cubos de agua dulce de rigor para quitarnos el salitre del mar y, en bañador, como estábamos todo el día, nos sentamos a comer. El comedor era amplio; en el centro había una mesa rústica para 12 comensales, con sus pesadas sillas, rústicas también. Tenía dos puertas: una muy grande, partida en dos partes verticales, que daba al frente de la casa, y otra trasera, también dividida en dos partes, pero éstas horizontales, permaneciendo siempre la parte inferior cerrada para evitar la entrada de animales. También había un gran mueble, tipo aparador y, como la mesa y las sillas, de madera gruesa. Para comer nos sentábamos de la siguiente forma: mi tía, en el extremo más cercano a la cocina, presidiendo la mesa; en el lateral izquierdo mi tío y a continuación mi prima, en el lateral derecho los tres hermanos, dejando al pequeño en el centro.

 

Como no dejábamos de reírnos con lo del “sorbetón”, mi tío nos recordó que la mesa era un sitio “sagrado”, así que dejáramos de reírnos. Cuando tienes una risa nerviosa y no puedes reírte es cuando más risa te da. Al comprobar que no le hacíamos caso, el señor decidió conseguirlo de otra forma: se levantó, cogió la honda que tenía colgada en un clavo de la pared, se la puso sobre sus piernas y lanzó su amenaza: “al primero que se ría, lo crujo (del verbo crujir)”. Nada más oír esa frase, a mi prima se le escapó una risilla muy femenina, algo así como un jijiji muy agudo. La risa se le cortó radicalmente cuando sintió el impacto de la honda, que le levanto inmediatamente un par de marcas en cada una de sus piernas.

 

Frente a ella se encontraba sentado mi hermano Luis, el pequeño, que en ese momento tenía en la boca una cucharada de gazpachuelo, que es un tipo de sopa más o menos espesa. Ante la presión interior de la risa, su cuerpo se expandió: espurreó la sopa sobre los comensales, llevándose la peor parte mi tío y mi prima que estaban sentados frente a él, al mismo tiempo que fue incapaz de impedir que se le escapara una ventosidad prolongada y sonora.

 

Se produjo una reacción inmediata en cadena: mi hermano dio un salto y salió por la parte superior de la puerta trasera con la agilidad de un mono asustado, casi al mismo tiempo que mi tío estrellaba un ladrillo doble en el quicio de la puerta; los demás nos contorsionamos todo lo que pudimos para desaparecer de la línea de tiro. Mi tía permanecía pálida la mujer, mientras mi tío, todo alterado, se dirigía a mi hermano, al que le temblaban hasta las pestañas:

 

—Ahora, como castigo, por guarro, te coges un esportón, te subes al monte y lo traes lleno de cepas de brezo para el fuego.

 

La cepa de brezo tarda mucho en consumirse ardiendo y era la raíz de esta planta, por otra parte trabajosa de conseguirla, ya que muchas veces tenías que arrancar las matas secas. Así que, teniendo en cuenta que a la hora que era la temperatura estaría por encima de los 40º C, lo que había que andar de ida y vuelta, pasaría un buen rato derritiéndose.

 

Como siempre, allí estaba mi tía para echarnos un capote:

 

—Pero ¿no ves el calor que hace? ¿Quieres que al niño le dé algo malo?

 

Enseguida encontró un castigo sustitutivo:

 

—Bueno, pues que limpie el gallinero, que lo deje como la patena, y que no me entere yo que nadie le ayuda —esto lo decía mirándonos a nosotros, en plan amenazante.

G R A N J A (Segunda parte)

G R A N J A  (Segunda parte)

También nos enseñó a nadar ateniéndose a sus métodos didácticos, en los que era un experto de los que ponen los pelos de punta. Como siempre, empezó por el mayor, mientras los pequeños observábamos desde la orilla con una mezcla entre curiosidad y temor. Le hizo que subiera en sus espaldas y empezó a nadar mar adentro hasta que consideró que mi hermano no hacía pie, y una vez en esta distancia dio una sacudida con su cuerpo y mi hermano salió despedido, chapoteando y tragando agua hasta que logró llegar a la orilla. Aprendimos todos a nadar, y ese aprendizaje nos vino muy bien, sobre todo a Miguel y a Luis.

 

Por las tardes, antes de que regresaran los animales del monte para alojarse y dormir en sus corrales, nos reuníamos todos a hacer alguna actividad, de esas que algunas veces se pueden denominar “lúdicas”. Mi tío era amante de organizar peleas entre mi hermano pequeño y yo contra el mayor; peleas que siempre ganábamos los pequeños porque contábamos con la ayuda de mi tío porque, cuando Miguel estaba encima de nosotros, él lo volteaba y ponía debajo, lo que hacía que nosotros saliésemos corriendo y gritando de júbilo, mientras el perdedor se desesperaba pataleando.

 

Y decía que tanto a Miguel como a Luis les vino muy bien aprender a nadar porque cerca de la casa había una poza muy grande y profunda, de donde, los que tenían fuerza, sacaban agua por medio de un cubo atado a una cuerda. Esta poza estaba llena de serpientes de agua, y mi hermano, que a su corta edad era el mejor tirador con tirachinas que jamás he visto, se dedicaba a disparar a las serpientes desde la orilla de la poza. Cada disparo suyo impactaba en la cabeza de alguna serpiente, que comenzaba un maldito baile de retorcimientos hasta que moría. Un día, mi tío, haciendo alarde de su “buen humor”, le dijo a mi hermano: “no las mates, que son inofensivas”. Mientras decía esto, cogió a mi hermano por el cinturón y lo lanzó dentro de la poza. El pánico hizo que batiese todos los récords para salir de allí. Para nuestra inconsciencia infantil, incluida la de mi tío, aquello tenía mucha gracia, menos para Miguel, que no volvió a acercarse a la poza. Peor fue para el pequeño, que como terapia para curar su miedo a las serpientes, también fue lanzado a la poza, con el agravante de que él no pudo salir por sus propios medios y tuvo que sacarlo mi tío, tirándole el cubo con la cuerda al que mi hermano se agarró como si en ello le fuese la vida, que en realidad así era.

 

La memoria me evoca tantos momentos vividos en aquella pequeña granja, que tendría material más que suficiente para escribir un libro. Recuerdo el tremendo susto que pasé cuando me ordenó montar en una potrilla que aún no había sido montada por nadie:

 

—Tú, tranquilo. Te agarras con los pies por detrás de sus patas delanteras y con las manos a las crines.

 

Él agarró a la potrilla mientras yo subía y, una vez encima, la soltó. El animal empezó a dar saltos y a querer quitarse el peso de encima; corría de un lado hacia otro y yo a cada instante me veía en el suelo. Se metió dando brincos en medio de la piara de cabras que volvía del monte y los perros empezaron a ladrarle, lo que puso más nervioso al animal. Menos mal que el cabrero, a quien le llamábamos “señor Miguel” por su edad, y, a pesar de ella, estaba en unas condiciones físicas estupendas, se acercó a la potrilla y logró asirme. Todavía le tengo en la lista de beneficiarios de mis oraciones por salvarme de aquel tormento.

 

Francamente, teníamos mucha confianza con mi tío e incluso, si estaba de buen humor, nos permitíamos alguna licencia con él, llegando, a veces, a burlarnos de algunas de sus “facultades”. Una tarde que tirábamos a un blanco con una escopetilla de plomos apareció mi tío, que siempre se involucraba en todo lo que hacíamos:

 

—A ver, traer pa’cá esa escopeta que os voy a enseñar cómo se dispara —ése fue su saludo.

 

La carcajada fue unánime, pues sabíamos que, cuando estaba con mi padre en el Atlas, en una ocasión cogió un jabalí muy grande con un cepo, se acercó a casa por la escopeta, le disparó varias veces y al final tuvo que terminar matándolo con un hacha. Le recordamos la historia, pero no se inmutó:

 

—Traer la escopeta, que esa historia se la inventó vuestro padre (su hermano) porque me tenía mucha envidia.

 

Le llevamos la escopeta y la caja de los plomos, y con mucha parsimonia y chulería cargó el arma, y dirigiéndose a nosotros con aire prepotente, nos dijo:

 

—¿Veis ese gallo que está al lado de la lata? Pues voy a dar un plomazo en la lata y veréis el susto que se lleva.

 

Era un gallo precioso, blanco, con un porte andando como diciendo “aquí estoy yo”. Se oyó el disparo y el gallo se dobló y se quedó inmóvil.

 

—Está acojonao —dijo mi tío.

 

Nosotros fuimos corriendo hacia el gallo para ver qué le había pasado y vimos que el plomo, en lugar de en la lata, había impactado en la cabeza del animal, matándolo en el acto. Sin inmutarse lo más mínimo ante nuestras risas, nos dijo:

 

—¿De qué os estáis riendo? ¿No veis que lo he hecho a propósito? Llevo mucho tiempo con ganas de comérmelo. Además, tenía pinta de maricón. Así que llevárselo a vuestra tía que mañana comemos pollo.

 

Entre los hermanos y mi prima había armonía, Miguel imponía su ley y nosotros la acatábamos, siempre que no se pasara, que no lo hacía, entre otras cosas porque un cante nuestro a mi tío supondría un problema para él.

 

Cuando anochecía, antes de ir a dormir nos sentábamos a observar las luces de los barcos de pesca en el mar y jugábamos a algún juego que proponía Miguel y que, por supuesto, siempre ganaba él. Aún recuerdo el concurso de poesías, e incluso la poesía que lo ganó. Decía así:

 

                              Las traíñas del veintitrés

                              son las mejores de todas,

                              porque se baña “el” Miguel,

                              que nada a cien por hora.

 

El veintitrés se refería al punto kilométrico que nos pillaba frente a la casa.

G R A N J A (Primera parte)

G R A N J A  (Primera parte)

La vida es caprichosa y en ella suelen triunfar las personas que tienen suerte, aunque la suerte, a veces, si no la buscas, te esquiva, te regatea. Yo no me quejo de mi suerte, pero podía haber sido mucho mejor, y cada cual tiene que apencar con lo que le toca.

 

De entrada fuimos seis hermanos y tres primos, agregados por diversas circunstancias: uno, hijo único y con la cara más dura que el diamante. Mi padre le llamaba “el niño de Puertorrico”, porque siempre estaba pidiendo café. Claro que lo que por aquel entonces tomábamos era malta tostada. Se agregó porque se encontraba muy solo; otra, porque la chica se quedó huérfana de padre y madre, y la tercera porque en la ciudad era más fácil estudiar. Ni qué decir tiene que nadie aportaba nada a casa, y mis padres, siguiendo la misma táctica, nos enviaban a los tres pequeños durante las vacaciones a la granja (por llamarla de alguna forma) de mi tío, padre de la “estudiosa”. A esta finca sólo la separaba del mar una carretera sin apenas tráfico, y allí nos recibían a los tres hermanos con los brazos abiertos.

 

Nosotros nos sentíamos felices, hacíamos las cosas de buena gana y sabíamos que nuestros tíos nos querían y nosotros a ellos, más a mi tía, que era nuestra protectora y la que salía siempre a defendernos en contra de algunas de las barbaridades que se le ocurrían a mi tío. Con el paso del tiempo se te queda la conciencia más tranquila al pensar que con lo que ayudábamos dejábamos de ser unos parásitos y les evitábamos gastos en personal o le aliviábamos un poco su trabajo. Además, éramos niños curtidos por la vida desde nuestro nacimiento, y nada nos asustaba. Lo mismo podíamos estar de cuatro a seis horas montados a caballo, pero sin montura, a pelo (los que han montado a caballo saben lo que es esto), que estar recogiendo leña en el monte para el fuego bajo una temperatura por encima de los 40 ºC. Nada nos cansaba.

 

Ami tío se le podía ganar a todo, menos a inconsciencia ni a fuerza bruta: era un auténtico Sansón. Aun hoy, cuando veo algunos programas de fuerza, recuerdo tantas cosas increíbles que él realizaba, que lo de la televisión me parece un juego de niños. Pondré un par de ejemplos para dar una idea de su fortaleza: cuando venía el camión del grano cargado con sacos de 100 kilos, él lo descargaba dos a dos, un saco debajo de cada brazo, y el segundo ejemplo es que en una ocasión que un macho cabrío le atacó, de un puñetazo en la cabeza le dejó sin conocimiento, lo que a cualquiera le hubiese costado trabajo hacerlo con una maza de cinco kilos. Tenía la filosofía de que la comida hay que ganársela, porque así nos haríamos unos hombres. Tengo que reconocer que a su hija la trataba igual que a nosotros, sin ningún tipo de discriminación positiva.

 

En la granja no había electricidad, por lo que nuestra vida se regía casi por las horas de sol, ayudados a veces por unos quinqués o candiles en las pocas horas que estábamos despiertos sin luz solar. Un día cualquiera de nuestra vida allí transcurría de la siguiente forma: sobre las 4.00 horas de la madrugada, cuando mi tío entraba en nuestra habitación, se liaba un revoleteo de los angelitos de la guarda que se las piraban a toda leche, porque el señor llevaba siempre una honda de pita (fabricación propia) que dejaba caer con cierta violencia sobre nuestros dormidos cuerpos al grito de “To er mundo arriba que está er zó en mitá der cielo y las cabras están nerviosas”. Estas caricias a veces llegaban a levantar ampollas, pero soy consciente de que no lo hacía con mala intención, sino como una broma de las suyas (vamos, para empezar el día con buen humor). Lo que pasaba, creo, es que no controlaba su fuerza ni su consciencia.

 

Lo primero era desayunar un tazón de café con queso de cabra migado que pensábamos que eso era una “delikatessen” reservada a los dioses, ambrosía pura. Después, con el último trozo de queso en la boca nos dirigíamos, junto a mi tío, al cabrero y algunos más, a ordeñar a las casi 200 cabras para que por la mañana la leche fuese recogida por un camión y transportada a la ciudad. Un dato curioso es que cada cabra tenía su nombre.

 

Mi tío tenía un sentido del humor muy suyo, y te hacía bromas como la de decirte que bebieras a morro en un cubo de leche y, cuando estabas en plena faena, te hundía la cabeza hasta las orejas, con la consiguiente carcajada de todos los presentes; yo creo que se reían hasta las cabras. Otra muy buena fue aquella en que, ante la insistencia de mi hermano pequeño por ayudar, le puso a ordeñar a un macho cabrío, que lo único que hacía era darle patadas al pobre niño, harto de apretones testiculares.

 

Después del ordeño nos dirigíamos al mar a recoger los sedales lanzados por mi tío la tarde anterior. Era un sedal grueso del que partían varios sedales de distintos tamaños con anzuelos en los extremos, excepto de uno que en un extremo portaba un trozo de plomo y en el opuesto el correspondiente corcho, para mantener los anzuelos a la profundidad deseada. Era raro si algún día algún anzuelo no traía un pez, y el sacarlo era cosa de mi tío, ya que se necesitaba una fuerza descomunal para sacar aquella cantidad de anzuelos con peces de tamaño considerable. Mientras nosotros nos dábamos un baño en el mar.

 

De vuelta a casa nos tocaba barrer los corrales y chiveros, y limpiar uno a uno los comederos de todas las cabras, para eliminar las piedrecitas que venían con el grano que se les daba como complemento vitamínico, con el fin de aumentar la producción láctea. Y de vuelta, al desayuno, por segunda vez. Después libres toda la mañana. Hasta la hora de comer teníamos tiempo libre para ir a la playa a bañarnos o hacer lo que quisiéramos, si no nos buscaban algún trabajillo extra como subir al monte a recoger leña (raíces de brezo era la mejor) o sembrar las tomateras e ir regando planta por planta. Menos mal que sólo se regaba una sola vez al plantarla. Medio jarrillo de agua por planta, transportada en cubos desde un pozo; sólo para que agarren las plantas, que eran de secano. Aún no me explico cómo salían aquellos tomates tan grandes y carnosos como nunca los he vuelto a ver, porque nosotros, para disminuir los viajes con el cubo de agua, engañábamos a mi tío y sólo mojábamos alrededor de la tomatera. Después estaba la recogida, con las manos brillando por esa especie de purpurina que suelta la planta y aquel olor inconfundible de los tomates recién cogidos. Recogida y transporte en espuerta hasta un punto, desde donde se iban metiendo en cajas (“corvas”), con la consigna de “los gordos en la parte de arriba”, para desde allí llevarlos al mercado.

 

Mi tío era un gran “filósofo”, y su “filosofía” la aplicaba a nosotros, especialmente a mi hermano Miguel, que era el mayor de los tres y sobre el que caía la mayor responsabilidad y el mayor trabajo. Era el que, bajo la “sabia” dirección de mi tío, servía de ejemplo de cómo teníamos que actuar. Si tenía miedo porque en la oscuridad algún arbusto se movía, le ordenaba acercarse al matojo y dar una vuelta a su alrededor para después venir y decirnos a los tres pequeños (a mi prima la incluyo como uno más porque participaba en igualdad de condiciones en todo lo que realizábamos) que no había nada, porque de haber habido algún animal salvaje, los perros lo hubiesen detectado.

R E E N C U E N T R O (y II)

R E E N C U E N T R O   (y II)

A la 1:50 horas de la madrugada, en el puesto donde se encontraba mi padre aún no se había oído ningún disparo y los centinelas vieron las siluetas de los legionarios que confundieron con los republicanos que huían; dieron la voz de alarma y se abrió fuego contra ellos. En el jaleo de la batalla alguien lanzó el clásico grito de ¡viva Franco!

 

—Eh, que somos Regulares.

 

—Nosotros, el Tercio.

 

—Alto el fuego.

 

—Alto el fuego.

 

Afortunadamente sólo hubo un legionario herido. Un Hombre (con mayúsculas) de dieciséis años. Naturalmente había falseado la edad y el nombre, aunque ese detalle los Mandos lo ignoraban a la hora de alistarse a La Legión. Tenía un disparo que desde la sien le recorría todo el hueso parietal, pero sin penetrar en la cabeza. Nada mortal, aunque el legionario perdía mucha sangre, hasta que lograron detener la hemorragia. Una cosa que llamó la atención a mi padre fue que el hombre despedía un fuerte olor a coñac.

 

—Este hombre está borracho —le dijo al Teniente legionario.

 

—No, los hombres toman un jarrito de coñac antes de entrar en combate, y a él, o se le ha ido la mano o no debe estar muy acostumbrado.

 

A mi padre le sorprendió esta medida porque sus Tropas, antes de entrar

en combate, si tenían tiempo, rezaban.

 

Se despidieron los dos Cuerpos de Choque y partieron cada uno a su destino, después de haber repartido los pocos víveres que habían dejado en su huída los republicanos. La Legión tenía su centro de operaciones en Jerez de la Frontera. Al interrogar al hombre que traían prisionero desde el almacén, se percataron de que era homosexual de esos que tienen mucha “pluma”, y una vez comprobado que no tenía nada que ver con el Ejército enemigo, decidieron pasar un rato de risas a su costa.

 

Montaron una pantomima de juicio sumarísimo y le condenaron a muerte. Le encerraron en el calabozo y le obligaron a beber gran cantidad de aceite de ricino. A la mañana siguiente le condujeron al patio, le ataron a un tronco con las manos libres para que pudiera moverlas libremente y frente a él montaron un pelotón de ejecución. El mariquita no paraba de pedir clemencia pregonando su inocencia de cualquier delito. El Sargento hacía oídos sordos y pronunció las órdenes de rigor con mucha parsimonia: “Carguen armas”, “Apunten”… “Fuego”. Se oyó un estruendo tremendo de nueve fusiles vomitando fuego. El hombre no murió, se palpaba el cuerpo agitadamente y miraba sus manos buscando sangre. Sólo salía una palabra de su boca: “ayyyy, ayyyy, ayyyy”. Los soldados se retorcían de risa mientras recogían los casquillos de las balas de fogueo. El Sargento, dirigiéndose a los soldados, entre risotadas, les ordenaba: “Soltarlo, darle un pantalón, que ése está cagado hasta el dobladillo, y que se vaya para su pueblo”.

 

 

¡Las vueltas que da la vida! Mi cuñado tenía una novia, con la que se casó, y el padre de ésta, hombre rudo, campechano donde los hubiese, y yo, hicimos una gran amistad, a partir de que se enteró de mi paso por el Tercio Gran Capitán, ya que él había estado enrolado en el Duque de Alba. Tenía este hombre varios tatuajes: el clásico “amor de madre”, un corazón atravesado por una flecha y, sobre todo, un nombre de mujer que le antebrazo derecho: Isabel (su mujer se llama Ana). Él alegaba que era muy jovencito cuando bebía los vientos por la tal Isabel y que le dio su palabra de volver para casarse con ella, pero al terminar la guerra en el pueblo le dijeron que ella y su familia habían huido a Argentina y jamás volvió a saber nada de ese amor que tantas noches le había mantenido en vela.

 

En cierta ocasión, un día de un verano caluroso, mi padre, que vivía en otra ciudad, decidió hacerme una visita, y coincidimos con este amigo mío. Los presenté, y, al darse la mano, mi padre clavó su vista en el brazo del legionario y, sin rodeos, le preguntó:

 

—¿Tú estuviste en la batalla de Júzcar? —Mi padre no había olvidado el tatuaje de aquel chaval que en un momento creyó muerto por un balazo en la cabeza.

 

—Sí, ¿cómo sabes tú eso? —preguntó mi amigo extrañado—. Allí me dieron un balazo en la cabeza —mientras decía esto se retiraba el pelo para mostrar la cicatriz.

 

—Yo era el Sargento de Regulares.

 

Los dos hombres dieron un salto, como movidos por un resorte y se fundieron en un abrazo, mientras sus ojos se iban humedeciendo. Yo, que conocía la historia por parte de Pepe, ya que no recordaba haberla oído de labios de mi padre, y con la idea de recabar detalles y relajar un poco la tensión, le dije:

 

—Pepe, mi padre no fue; él, donde pone el ojo pone la bala. Si hubiese sido él ahora no estarías invitándonos a unas cervezas.

 

—¿Quién ha dicho que voy a ser yo el que pague esta fiesta?

 

Hubo risas y seguimos tomando cañas y ellos recordando detalles de aquella noche.

 

 

 

R E E N C U E N T R O ( I )

R E E N C U E N T R O   ( I )

 

El Rif es una región del norte de Marruecos, en su zona mediterránea, comprendida entre las ciudades de Tetuán y Melilla, y donde sus habitantes se diferencian del resto de habitantes del país, ya que son bereberes, e incluso tienen un idioma propio, totalmente diferente al árabe, que se denomina chelja (rifeño o tarifit), de origen kamita (como el euskera).

 

Territorio rico en minerales, pero sin explotar. Pienso que en aquellos tiempos la maquinaria era muy precaria y muy costoso el transportarla a sitios tan poco accesibles, y hoy día han descubierto que es mucho más rentable la siembra de marihuana para la obtención de hachís que cualquier otro tipo de negocio, ya que la climatología es perfecta para este cultivo.

 

Pues allí, diez años después de terminar la Guerra de Marruecos, mi padre, que era “especialista” en corcho, fue enviado por su empresa para la planificación, explotación y exportación de este material a la Península, ya que Marruecos se había convertido en parte de España (Protectorado).

 

Al principio lo pasó bastante mal, y, como la zona era bilingüe, decidió aprender el árabe por si en un futuro era trasladado a otra región del país. Yo creo que esto fue un error, porque el día 7 de julio de 1936 un par de militares llegaron a su lugar de trabajo. Ni siquiera tuvieron la decencia de citarlo para evitar el susto a mi madre; claro que lo que se preparaba no era ninguna tontería como para andar con delicadezas.

 

—Buenos días.

 

—A las buenas nos dé Dios.

 

Tengo que reconocer que mi padre poseía un humor muy fino y no captó lo que le iba a hacer desaparecer ese humor por muchos años.

 

—¿Usted habla árabe?

 

—Sí, señor, llevo muchos años en estas montañas y nunca he necesitado intérprete. Desde que hablaba por signos hasta hoy he aprendido mucho. Tenga en cuenta que somos la única familia española en muchos kilómetros a la redonda.

 

—Basta ya de tanta cháchara. Desde mañana, que deberá presentarse a las 9:00 horas en el cuartel de Tropas Indígenas, queda usted militarizado.

 

—Debe haber un error (mi padre, aislado en aquella zona, no se enteraba de nada), yo ya cumplí mi Servicio Militar.

 

—Es igual, España necesita intérpretes para las Tropas Indígenas y usted, por el hecho de hablar árabe, queda nombrado Sargento del Primer Tábor (Batallón) de Regulares de Tetuán, número 1.

 

Mi padre, sin alterarse (según él), se atrevió a preguntarles por qué era nombrado Sargento y no Teniente, por ejemplo.

 

—Porque tendrá que estar en contacto directo con la Tropa. Usted preséntese en el cuartel y allí le explicarán cuál es su cometido, y tenga en cuenta que si no lo hace será considerado como traidor a la Patria y se le aplicará la pena correspondiente.

 

Mi padre, que no tenía intención de que le agujereasen la camisa, a las 9:00 horas del día siguiente se encontraba en un despacho del cuartel, frente a un Comandante bajito y rechoncho.

 

Con un petate, portado por un soldado indígena, se presentó en casa (teníamos dos: una en Tetuán y otra en el lugar donde mi padre iba siendo trasladado), donde mi madre tuvo casi que rehacer el uniforme, ya que le quedaba un pelín pequeño. Estuvo una semana recibiendo instrucciones, hasta que lo trasladaron a Ceuta desde donde partió hacia la Península al mando de aquellos salvajes, además con la orden de que les dieran “carta blanca”…, de momento.

 

Después les dieron permiso para regresar a Tetuán, donde contaron que los “rojos” no eran demonios, y que en la guerra se podía violar a placer y robar a dos manos. El “efecto llamada” fue extraordinario: tuvieron que ampliar las Unidades de Regulares (Infantería Indígena). En la segunda tanda tuvieron que controlarlos más, incluso más de uno fue al paredón como escarmiento para el resto.

 

Cierto día, mi padre visitó a los heridos de su Tábor ingresados en el Hospital de Ronda y notó un olor tan nauseabundo que tuvo que comunicárselo al Alférez-Médico, el cual ordenó una limpieza general en la sala.

 

Debajo de la cama de un herido había un saco, y al abrirlo encontraron una cabeza humana que portaba dientes de oro y una mano derecha con una alianza del mismo material. Iban examinando a los cadáveres, y, si llevaban oro, se apoderaban de ellos. A éste, en el fragor de la batalla, no le dio tiempo a hacer su rapiña e iba guardando los miembros amputados para mejor ocasión; pero no tuvo tiempo: una bala “roja” se le alojó en la cabeza y acabó con su vida en unos días.

 

Una noche —contaba mi padre— habían recibido la orden de realizar una operación conjunta con el Tercio Duque de Alba, que operaba por aquella zona. Se trataba de emboscar a una Compañía de republicanos que debería ser desalojada por La Legión de

un pueblo de la Serranía de Ronda llamado Júzcar, y así cogerlos entre dos fuegos para evitar que se llevasen materiales y víveres muy necesarios para las Tropas nacionales.

 

La Legión había hecho perfectamente su trabajo, pero el Servicio de Información republicano —por ser amables con ellos les doy este nombre— había dado la noticia del ataque del pueblo por parte de La Legión y lo habían desalojado. Así que, al llegar el Tercio a los almacenes, los encontró casi vacíos y sólo un hombre que intentaba aprovecharse de la circunstancia para aprovisionarse de víveres. Naturalmente, fue hecho prisionero para obtener una posible información.