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LOS ESCRITOS DE DISCÓBOLO

EL FARERO (FIN)

EL FARERO (FIN)

David estaba dispuesto a todo, hasta tal punto de haber puesto silenciador a la pistola, así que, sin pensarlo dos veces, disparó al brazo derecho de Ignacio, que lanzó un grito de dolor al sentir la mordedura de la bala en su carne y en enseguida quiso taponarse la herida con la mano izquierda, dejando al descubierto el mando del segundo sótano.

 

David empujó al farero hacia el sótano y éste rodó por las escaleras. Al querer incorporarse, iba agarrándose a las tuberías. La perra no dejaba de ladrar mientras daba vueltas sobre sí misma. El farero, en su inmenso mareo se agarró a la palometa que accionaba la apertura del suelo y éste empezó a abrirse.

 

—Ahí la tienes, baja a por ella —dijo el farero.

 

—No pensarás que vas a dejarnos abajo a los dos, ¿verdad? Ahora serás tú el que ocupe ese lugar.

 

Mientras decía esto, Lourdes empezaba a subir las escaleras y la perra no dejaba de hacerle fiestas. Ella se lanzó hacia su marido con la intención de abrazarlo, pero él le hizo un gesto para que se parase: no se fiaba de la reacción del farero y no quería darle ninguna ventaja.

 

Ella le gritó:

 

—Quítale el reloj, es el mando que abre el sótano desde dentro.

 

Así lo hizo David, y ni siquiera le dio opción a que bajara las escaleras: de un tremendo puñetazo lo lanzó al fondo, donde el farero intentaba reincorporarse. Logró ponerse de pie y empezó a pedir perdón y clemencia. Ofrecía una visión patética con la cara cubierta de sangre producida por el culatazo que David le asestó en la frente y el goteo continuo de sangre procedente del disparo que recibió en su brazo derecho.

 

Lourdes no dejaba de llorar y su marido tuvo la primera idea de dejarlo encerrado en el zulo, pero más tarde o más temprano podrían descubrir su cadáver y no estaba dispuesto a que aquel individuo le fastidiara la vida dos veces, y, aunque jamás lo descubrieran, sería terrible vivir toda una vida pensando cómo habían asesinado a un hombre, por mucho que se lo mereciera.

 

—Déjalo encerrado ahí abajo, que se pudra, y vámonos a casa, que no soporto ver más su cara —dijo ella sin dejar de llorar.

 

—Eso es lo que se merece —le replicó David—, pero no podemos vivir toda una vida con un asesinato sobre nuestra conciencia, y, si por casualidad algún día lo descubren, no quiero que nuestro hijo tenga nunca que avergonzarse de nosotros.

 

—Haremos algo mejor, llamaremos a la policía local para que se haga cargo de este despojo humano. Que se lo lleven, lo juzguen y se pudra, pero en la cárcel.

 

—No sé si podré reponerme de esto.

 

—Claro que sí, yo te ayudaré, cariño. Dentro de nada lo verás como un mal sueño.

 

Así se lo comunicó a su mujer e hicieron propósito de olvidar el incidente por el bien de ellos y de su hijo. Después de un largo abrazo, descolgaron el teléfono y llamaron a la policía local, a los que David dio todo tipo de detalles. A los pocos minutos un par de ambulancias y varios coches de policía se encontraban en la puerta del faro. Tanto Lourdes como Ignacio fueron ingresados en un hospital para recibir atención médica y después ella volvió a casa con su marido y su hijo, y él, cuando saliera de la cárcel, estaría tan mayor que no tendría ni fuerzas ni ganas de volver a las andadas.

 

Y ella..., ella jamás olvidará ese maldito día ni a ese maldito farero.

2 comentarios

Discóbolo -

¡Qué susto mas dao! Creí que era alguien que me iba a decir que le he copiado el relato.

Un beso.

Incrédula -

Si ya me gustó este relato cuando lo colocaste en El Acantilado, ahora me ha gustado más en este formato de Blogia que permite ampliar la letra al gusto y colocar imágenes, también, y más o menos, al gusto del creador del blog.

Besitos.