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LOS ESCRITOS DE DISCÓBOLO

COLEGIO (Parte 4)

COLEGIO (Parte 4)

 

Otro día, en un examen de matemáticas un compañero me hizo señas para que le pasase el problema número 3. Lo copié en un papel, hice con él una pelotita y se lo lancé. El cura, que estaba de espalda, se dio la vuelta en ese momento como si hubiese visto la maniobra por un retrovisor. Cogió el papel, deshizo la bolita, se dirigió a mí y, después de lo clásico, pegar, me dijo:

 

—Cómete ese papel.

 

—Tiene tinta.

 

—Es igual, cómetelo.

 

—No pienso comérmelo.

 

El que le llevase la contraria en público le puso tan nervioso que decidió darme un castigo especial. Así que ese día y el siguiente, que era 19 de marzo, mi santo y fiesta, los pasaría en el patio del colegio, con las manos en la espalda y la cabeza pegada a la pared, dejando esta posición sólo para comer y para hacer mis necesidades. De vez en cuando se acercaba a mí y me enseñaba la correspondencia (abierta, por supuesto, siempre te la entregaban abierta) de mi familia felicitándome por mi santo, pero no me la entregaba. Al final del día creí morirme cuando vi que las rompía.

 

El último año (sólo estuve tres), el Ministerio de Educación y Ciencia instauró un premio de 5.000 pesetas (que era mucho dinero en aquellos años) para los chicos que sacaran mejores notas en cada provincia al final del curso. Me lo concedieron a mí, ya que ese año, al igual que los anteriores, mis notas eran de “matrícula de honor” de media, es decir, un 10 en cada asignatura. El jefe de estudios reunió al colegio en el teatro, y a mí, sentado en una silla, en el escenario, me puso como ejemplo a seguir por el colegio, mientras me hacía pasar la mayor vergüenza que yo recuerde al oír a todo un teatro aplaudirme.

COLEGIO (Parte 3)

COLEGIO (Parte 3)

 

En el primer año, llamado de preiniciación, se iba pasando un mes por cada taller para así el segundo año elegir la profesión que más te gustara o la que ellos decidieran que se ajustaba más a tus cualidades, siempre desde su punto de vista. Recuerdo que en el taller de mecánica (ajuste, fresa y torno), como niños que éramos, en el menor descuido del profesor, intentabas la broma con el compañero, y en cierta ocasión puse en la piedra de esmeril durante un tiempo bastante prolongado la pieza de hierro con la que tenía que

trabajar el compañero, con lo cual adquiría una temperatura muy elevada, pero al ponerla en su mesa de trabajo nos vio el profesor y nos envió a los dos al despacho del “consejero” con la consigna de decirle que estábamos allí porque el profesor nos pilló fuera de nuestro espacio de trabajo.

 

Íbamos por el camino imaginando el castigo, y cuando llegamos él entró primero y yo esperé en la puerta durante aproximadamente un cuarto de hora. Cuando se abrió la puerta y el compañero me dijo que pasara, me fijé que llevaba la cara con marcas de haber recibido muchos golpes. Yo sabía, o intuía, lo que me iba a pasar. El saludo fue un golpe en la cara que hizo que me tambaleara por todo el despacho:

 

—¿Otra vez tú? ¿Qué ha pasado ahora?

 

—Pues que me había dejado una lima y fui a…

 

No me dejó terminar, recibí otro golpe más, y, con la cabeza dándome vueltas, caí sobre la mesa y mi mano golpeé un abrecartas enorme que estaba depositado allí. Lo cogí, me reincorporé, y mirándolo fijamente, me imagino que con la cara desencajada y los ojos llenos de lágrimas, le dije:

 

—Le juro que si me levanta de nuevo la mano, se lo clavo.

 

Se quedó pálido, como si la sangre que momentos antes enrojecía su cara se hubiese evaporado de golpe. Sus ojos estaban desorbitados, alucinaba, como si no pudiese dar crédito a lo que estaba viendo y oyendo.

 

—¿Sabes lo que has hecho? Vete de aquí, ya me encargaré de ti. Te vas a arrepentir de haber nacido.

 

No pasó nada. Me veía por el patio y me miraba con odio, pero no me decía nada. Un día sacó una libreta y anotó algo. No sé si sería para amedrentarme. A mí me daba igual, ya no me importaba lo que opinaran en mi casa; ya había sobrepasado el límite de mi aguante.

COLEGIO (Parte 2)

COLEGIO (Parte 2)

 

En ese momento, un cura con cara de cínico me agarró del brazo y me metió hacia el interior del colegio. Todavía resuenan en mi mente mis gritos llamando a mi madre y su imagen, allí, puesta de pie, llorando, con un pañuelo en sus manos con el que unas veces se secaba las lágrimas y otras se lo llevaba a la nariz. Acababa de entrar en el infierno, en el lugar donde me daría cuenta que jamás podría ser un católico, como mucho un agnóstico en honor de mi madre, que era católica practicante, ya que es, desde mi punto de vista, imposible que Dios tenga esos ministros, como ellos mismos se autodenominan.

 

No dejaba de pensar en mi madre: cualquier cosa me la recordaba; por ejemplo, ve el número bordado en la ropa, el 200. Todavía me extraña que no me lo tatuaran en el brazo.

 

La primera semana fue de castigos continuados, hasta que le cogí el truco a la cosa. Me venían castigos por cosas tontas como hablar en la fila, y es que había espías que nos observaban. Aunque he dicho antes que era muy delgado, por el contrario era un manojo de nervios, y como chaval de barrio bajo, de mano muy suelta. Así que quien me quisiera gastar una novatada o una broma que no me agradara, se la llevaba de seguro y, por tanto, el correspondiente castigo por pegón. Los castigos eran torturas refinadas.

 

En el colegio había muchos huérfanos de militares y yo hice amistad con un chico de mi edad que tenía un hermano en el último curso (17/18 años), que fueron los que expulsaron. Un día, en la sala de juegos, mi amigo jugaba al futbolín con un chico mayor que nosotros, que descaradamente le hacía trampas elevando el futbolín para que la bolita se dirigiera al lugar a donde a él le interesaba. Yo, que observaba en un lateral, no pude callarme: “Tú, gilipollas, no le hagas trampas porque él sea más pequeño”. Al cambiar de campo, el contrincante de mi amigo pasó por detrás de mí y me dio un fuerte golpe en la espalda. Mi reacción fue inmediata: me volví y le di un puñetazo con tan mala suerte que le impactó de lleno en el ojo, y a la mañana siguiente se presentó (él era externo) con la madre para reclamar que a su hijo le habían puesto un ojo como una berenjena.

 

El “consejero”, como llamaban al cura encargado de la disciplina me llamó a su despacho y me dio una galleta que me dejó la cara como si la hubiese metido en un perola de agua hirviendo:

 

—Tú estás muy fuerte, ¿verdad?

 

—Usted también.

 

Recibí otra leche, así que decidí callarme y contestar con monosílabos, seguidos de la palabra “padre”.

 

—Así que, como eres tan fuerte y los campeonatos deportivos escolares son la semana que viene, te voy a apuntar como lanzador de peso, a ver si se te quita un poco la violencia cuando hagas el ridículo. Y tenía razón, porque ya levantar la bola, que pesaba 7,625 kg, me costaba trabajo, y todos los colegios enviaban a participar en esta disciplina a sus chicos más mayores y de más peso. Así que yo sería el último no sólo por mi constitución física en aquellos momentos, sino porque jamás, obviamente, había practicado este deporte.

 

Llegó el día de la competición y todos eran mayores menos yo. Los chavales que había en las gradas se reían y me decían cosas que, la verdad, entre el jaleo, el ruido y los nervios ni me enteraba. Menos mal que antes de empezar llegó el director y me dijo que me vistiera. Hubiese matado al “consejero” si hubiese podido, pero me dio más motivos para hacerlo. Yo era un chico rebelde y él me tenía mucha inquina.

COLEGIO (Parte 1)

COLEGIO (Parte 1)

 

De pequeño fui un niño de los hoy llamados “superdotados”. A los cuatro años sabía leer y escribir, e incluso redactaba. Prueba de ello es la primera felicitación a mi madre el día 8 de diciembre (antiguo Día de las Madres), escrita cuando contaba cuatro años y cuatro meses y que ella se encargó de guardar en su misal hasta su muerte, donde, revisando sus “tesoros”, la encontramos junto a algunas poesías que de muy joven le había escrito.

 

Las clases del colegio eran aburridas; yo tenía una gran facilidad para con una sola lectura captar los conceptos e incluso retener en mi memoria por mucho tiempo lo leído. Como se verá, ese talento natural se volvió en mi contra, perjudicando gravemente mi vida en aquel momento y en el futuro.

 

Vivía en el extranjero y el Consulado de España convocó unos exámenes para la concesión de una beca de estudios en España, concretamente en Málaga. El colegio me presentó y saqué el número uno de la promoción. Ahí empezó el período más amargo de mi vida, que modificó todo mi futuro y dejó en mí unas secuelas de odio capaz de cometer cualquier barbaridad sin el menor remordimiento. Me internaron en un campo de concentración regido por curas salesianos. Allí recibí palizas, humillaciones y todo lo que defina “malos tratos”. Tengo que decir que no abusaron sexualmente de mí porque mi físico no sería apetecible, pues estaba muy delgado, aparte de la mala leche que yo me gastaba, pero juro que vi abusar de un chaval, y enseguida lo puse en conocimiento de su hermano mayor, que le dio un tremendo puñetazo en la cara al cura. Solución al problema: los dos hermanos expulsados del colegio.

 

Pero lo más hiriente, el dolor más grande, lo que jamás se borra de mi mente fue la despedida de mi madre en el colegio: los dos abrazados llorando (yo tendría casi nueve años):

 

—Mamá, no me dejes aquí.

 

—No te imaginas lo que me cuesta hacerlo.

 

—No quiero quedarme, llévame a casa.

 

—Hijo, aquí está tu porvenir: harás oficialía, maestría y después pasarás a estudiar en la universidad y te harás ingeniero. Serás el primer universitario de la familia y cuando seas mayor no pasarás las penurias que pasamos ahora.

 

—Yo quiero estar con mis padres, con mis hermanos, con mis amigos, con mi gente. No quiero ser ingeniero, quiero trabajar en la imprenta, y no me importan las penurias.

 

—Por favor, niño, no me lo pongas más duro, ¿no ves que se me parte el corazón de tener que dejarte aquí?

KAFKA vs AZIMOV

KAFKA vs AZIMOV

 

De repente se despertó sobresaltado, echó los pies fuera de la cama, se calzó las zapatillas y se colocó el batín. Mientras se dirigía hacia el baño bostezaba, llevando su mandíbula al límite de la luxación. Con los ojos casi cerrados se detuvo frente al espejo y, de pronto, un gemido de terror se ahogó en su garganta. Se frotó fuertemente los ojos y volvió a abrirlos, pero aquella imagen seguía en el espejo. Evidentemente era él, pero con el aspecto que tenía veinticinco años atrás. Muy nervioso, se desprendió del batín y de la chaqueta del pijama y observó que sus músculos estaban tensos, marcados, había desaparecido la adiposidad de su cuerpo e incluso sus sienes canosas habían vuelto a recobrar su color negro original.

 

Estuvo un buen rato frente al espejo, mientras por su cabeza pasaban miles de pensamientos, algunos sin sentido. Pensó que ésta era su edad real, que el ser mayor debía haber sido un sueño, y corrió a su cartera a mirar su DNI. Allí pudo ver su foto, con sus canas, sus entradas y su fecha de nacimiento, que correspondía a un hombre de cuarenta y siete años.

 

De repente pensó en su hijo de veintiún años, se dirigió a su habitación y lo encontró dormido plácidamente. Estaba a punto de volverse loco y le horrorizaba la reacción de su mujer, pero armándose de valor se dirigió al dormitorio, encendió la luz de su mesita de noche, y tuvo la segunda sorpresa del día: su mujer, sumergida en un sueño profundo, tenía el aspecto de una chica de veinte años, metida en un pijama de una mujer de cuarenta y cinco años, generosos en carnes. Volvió a apagar la luz, la despertó con mucha delicadeza y empezó a contarle lo que había sucedido:

 

Cariño, algo raro ha debido suceder esta noche en esta habitación.

 

Por favor, déjame dormir, es muy temprano.

 

A ella parecía que no le había afectado la historia, o que ni siquiera le había oído. Él la zarandeó con violencia y entonces la mujer notó el cambio que había experimentado su cuerpo. Se levantó deprisa y se dirigió al baño a contemplarse en el espejo. Al contrario que su marido, ella empezó a dar gritos de felicidad y a reírse como una posesa... estaba encantada con su nueva figura.

 

Pero, mujer, ¿te has vuelto loca la actitud de su mujer lo desquiciaba. ¿No te das cuenta que no somos nadie? Nadie nos reconocerá, no me aceptarán en mi trabajo, tendremos problemas en el banco, con la policía... muchos problemas.

 

¿Recuerdas anoche, cuando regresábamos a Madrid después de cenar en Aranjuez? Aquella luz que vimos en el cielo, que yo decía que era un OVNI y tú que un avión..., pues nos han abducido y nos han regresado veinticinco años.

 

No digas más tonterías, estoy pensando en suicidarme.

 

Creía que iba a sufrir un infarto cuando un timbre molesto, monótono y repetitivo lo devolvió a la verdadera realidad. Se sentó con un movimiento brusco en la cama, encendió la luz de su mesita de noche y contempló a su mujer que le daba la espalda. Fue entonces cuando su corazón empezó a latir con fuerza mientras un sudor frío empapaba su frente.

 

 

 

ESPAÑOLITO DE SEGUNDA

ESPAÑOLITO DE SEGUNDA

 

 

Avión militar de transporte Hércules

 

Cuando mueren periodistas en cubriendo las noticias de los conflictos internacionales, como los señores Ortega, Souto o Anguita, por ejemplo, me indigno doblemente: primero por el hecho de que existan guerras donde muera gente, y, segundo, porque siempre que sucede algo que tenga un impacto mediático me doy cuenta que existimos dos clases de españoles.

 

Me pregunto: ¿por qué han tuvieron que ir que ir aviones militares a repatriar sus cadáveres? Estos señores estaban trabajando voluntariamente en el lugar del conflicto, me imagino que con un buen sueldo y un buen seguro de vida. Deberían ser sus empresas las que corrieran con los gastos del traslado, no las arcas del Estado.

 

Esto sin mencionar el patético caso de enviar un avión a Guantánamo para traer a un supuesto terrorista de Al-Qaeda, un “español” llamado Mohamed NoSéQué.

 

Poner en vuelo un avión de este tipo cuesta una cantidad muy importante, mucho más si los vuelos son transoceánicos o al Extremo Oriente, mientras que los soldados españoles que prestan sus servicios en Afganistán eran transportados por aviones contratados a empresas de bajo coste y, para más INRI, de países que no ofrecen ninguna garantía, y así pasa lo que pasó con el Yacolet.

 

No creo que exista un país en el mundo donde no resida un español, trabajando, claro; pero a esos cuando mueren no les hacen ni puto caso, porque no salen en los medios.

 

Mi padre murió en el extranjero, me dirigí al Ministerio de Asuntos Exteriores para pedir ayuda para la repatriación de su cadáver y su contestación fue que me buscara la vida. Eso sí, me facilitaron la dirección de una empresa que me haría los trámites necesarios previo pago de su importe.

 

 

 

CHISTE (núm. 3)

CHISTE (núm. 3)

 

TIFFANY’S

Un tío llega con una mujer guapísima a la joyería Tiffany’s, y juntos escogen una joya de 50.000 euros para ella. Al pagar la cuenta, el hombre saca su talonario. El vendedor pone cara de preocupación, pues es la primera vez en su vida que ve a aquel sujeto. El cliente que percibe su gesto, le dice:

—Veo que está pensando que el cheque puede no tener fondos, ¿cierto? Pues bien, vamos a hacer lo siguiente, como hoy es viernes y el banco ya está cerrado..., quédese con el cheque y con la joya. El lunes, tan pronto haya cobrado el cheque, mande entregar la joya a la casa de la señorita ¿OK?

El vendedor se queda tranquilo, y el lunes, al intentar cobrar el cheque, efectivamente constata que no tiene fondos. El vendedor telefonea al cliente, quien le responde:

—Puede romper el cheque, ya me la he follado. Gracias por la colaboración.

 

ALGUNOS DÍAS

ALGUNOS DÍAS

 
 
Algunos días...
 
                    ¿Para qué contarte…? 
 
                    Algunos días me cambiaría 
                    por la gente que ya ha traspasado 
                    esa puerta y se ha tirado en marcha 
                    de este mundo maravilloso. 
 
Algunos días...
 
                    Algunos días echaría sobre mis espaldas 
                    las cargas que no soporta la gente 
                    si a cambio pudiera 
                    deshacerme de la mía. 
 
Todos los días...
 
                    Todos los días envidio a gente como tú.
 
Escrita antes del trasplante.