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LOS ESCRITOS DE DISCÓBOLO

RECONOCIMIENTO

RECONOCIMIENTO

Su marido llevaba cinco días desaparecido. La Guardia Civil y voluntarios del pueblo habían hecho batidas por los alrededores sin ningún resultado positivo hasta que aquella tarde sonó el teléfono.

—Buenas tardes. Se ha encontrado el cadáver de un hombre que se despeñó por el acantilado y el mar ha devuelto. Necesitamos que se persone en el anatómico forense para identificar el cadáver por si se tratara de su esposo.

Carmen se quedó pensativa, no sabía qué hacer. Su cabeza era un hervidero de ideas contradictorias. Su marido era un hombre con una fortuna considerable que tenía un hijo de su anterior matrimonio, que vivía con su madre, aparte del hijo que tenían en común. Bueno, en común porque él lo había reconocido como hijo propio, pero sólo ella sabía que el chico era fruto de una infidelidad. Pensó que si el cadáver era irreconocible le harían la prueba del ADN y la compararían con la de su hijo, que, por supuesto, al dar negativa, las autoridades considerarían que no se trataba de su marido, lo que le ocasionaría muchos problemas. No conocía las leyes e incluso pensó que la herencia que le correspondía a su hijo podría pasar a manos de su hermanastro. También le horrorizaba que la familia de él conociese su secreto.

No tenía tiempo para consultar a un abogado, así que se dirigió a identificar al cadáver. Por el camino iba pensando en la última discusión que tuvieron el día que desapareció: él la había amenazado con quitarse la vida; era demasiado volver a repetir en su segundo matrimonio los mismos problemas que tuvo en el primero.

Llegó al anatómico forense, le mostraron un cadáver totalmente irreconocible y ella, sin dudarlo, dijo:

—No tengo ninguna duda, es mi marido.

Le dieron sepultura en el cementerio del pueblo y al día siguiente ella contactó con un abogado para solucionar el papeleo, y éste quedó en acompañarla a la oficina del notario.

Ya por la noche, cuando se disponía a cenar, sonó el teléfono y, al otro lado de la línea, una voz distorsionada le dijo:

—Señora, tenemos secuestrado a su marido, si quiere verlo con vida deberá darnos tres millones de euros en la forma que más adelante le comunicaremos.

Una advertencia, si llama a la policía su marido morirá.

—Déjense de bromas macabras, mi marido está muerto —contestó ella, sin saber muy bien lo que decía.

—¿Ah, sí? Pues va a hablar usted con un muerto.

Se quedó pálida y tuvo que sentarse cuando oyó esa voz tan conocida para ella:

—Carmen, soy Juan, haz todo lo que te dicen porque esta gente no se anda con bromas.

MIRA SI YO TE QUERÍA

MIRA SI YO TE QUERÍA

 

 

                                   Mira si yo te quería

                                   que celos tenía del viento,

                                   que me bebía tu aliento,

                                   te soñaba noche y día…

 

                                   Yo te esperaba impaciente,

                                   te mimaba con exceso,

                                   te regalaba mis besos,

                                   y mi corazón ardiente.

                                  

                                   Tú me dabas tu ternura,

                                   tu risa y tu mal humor.

                                   Un matrimonio los dos.

                                   Una perfecta locura.

                                  

                                   Pero qué triste es mi suerte

                                   y, ¡cómo me ha golpeado!

                                   que hasta me has abandonado

                                   en las puertas de mi muerte.

 

 

 

DISCORDIANISMO

DISCORDIANISMO

 

 

Cuando era un niño, y a fuerza de oírselos recitar a mi madre, aprendí de memoria los Responsorios a San Antonio. Ésta es una oración dedicada a San Antonio de Padua que  se dice cuando se quiere saber algo que te preocupa y, sobre todo, para encontrar cosas perdidas. Por si a alguien le interesa, la plegaria dice así:

 

               Si buscas milagros, mira,

               muerte y error desterrados,

               miseria y demonio huidos,

               leprosos y enfermos sanos.

 

               El mar sosiega su ira,

               redímense encarcelados;

               miembros y bienes perdidos

               recobran mozos y ancianos.

 

               El peligro se retira,

               los pobres van remediados;

               cuéntenlo los socorridos,

               díganlo los paduanos.

 

               Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo.

 

               El mar sosiega su ira,

               redímense encarcelados;

               miembros y bienes perdidos

               recobran mozos y ancianos.

 

               Ruega a Cristo por nosotros,

               Antonio glorioso y santo,

               para que dignos as

               de tus promesas seamos.

 

Una vez dicha la oración y rezado sus “reglamentarios” Padre Nuestro, Ave María y Gloria, el objeto perdido aparecía.

 

Después, en el colmo del discordianismo, he visto gente que utiliza otra oración para buscar las cosas perdidas invocando a “San Cucufato”. El rito consiste en hacerle un nudo muy apretado a un pañuelo, colocarlo debajo de un peso, lejos de la vista de curiosos (por ejemplo, debajo de la pata de un sofá), mientras dicen esta “oración”:

 

               San Cucufato,

               los cojones te ato;

               si no me aparece... (aquí el nombre del objeto perdido).

               no te desato.

 

Hay quien dice que es efectivo..., y es que eso debe doler como para poner al santo a buscar como un loco el objeto extraviado.

 

 

CHISTE (núm. 4)

CHISTE (núm. 4)

EL TELÉFONO

Suena el teléfono de la casa...


ELLA: ¿Diga?
EL: Hola, mi reina ¿cómo estas, mi amor? ¿Bien?
ELLA: Sí, muy bien.
EL: Dime, ¿los nenes están bien?
ELLA: No te preocupes amor, están de lo mejor.
EL: Perfecto. ¿Almorzaron?
ELLA: Sí, mi potrazo, almorzaron muy bien.
EL: ¿Si?... ¡Qué bueno! Dime, preciosa, ¿qué has cocinado para la cena de hoy?
ELLA: Abadejo a la salsa de pimienta.
EL: ¡Uy..., mi plato preferido! Te adoro divina, y dime, ¿todo tranquilo en casa?
ELLA: Todo bien, te espero para darte lo que te gusta y con la comidita caliente.
EL: ¿Sí? ¡Qué bien! No me digas esas cosas, nena, que me dan ganas de ir ya mismo para allá.
Oye, ¿me prometes que esta noche te pondrás ese camisón negro, el transparente que tanto me gusta?
ELLA: Como mandes dulzura, para eso soy tu esclava sexual....
EL: Gracias cosita, por eso te quiero tanto..., en un ratito te veo, ¿sí? Ahora pásame con la señora.

 

"EL CALENTITOS"

"EL CALENTITOS"

 

 

Recuerdo que en cierta ocasión me hallaba jugando con mis amigos en un montículo, cuando observé a lo lejos que mi tío, “el rico”, le compraba a mi hermano un bollo de los que vendía un hombre, que los transportaba en dos cestas muy anchas y de poca profundidad. Mi primera reacción fue salir corriendo en dirección a donde se desarrollaba la escena, antes de que se marchara el vendedor de bollos y así “obligar moralmente” a mi tío a comprarme uno. A media carrera salí rodando por el suelo, pero, en un acto de enormes reflejos, me incorporé y seguí mi carrera desesperada.

 

Tuve éxito. Llegué junto al grupo donde se producía la acción, y el bollero, al verme correr hacia ellos, se hacía el remolón. Me lancé al cuello de mi familiar y le di un beso (maldita la gracia que me hacía), y, una vez conseguido el bollo, reparé en que en la caída me había destrozado la rodilla, y fue entonces cuando empecé a llorar. Me marché a casa y mi madre me colocó un trapo después de rociarme la rodilla con agua oxigenada y alcohol.

 

Mi tío “el rico” era simplemente auxiliar administrativo, pero como sólo tenía un hijo, se podía permitir ciertos lujos. Al bollero le conocíamos como “El Calentitos” porque siempre iba pregonando a voces lo de “Calentitos”, y aún no sé el motivo, porque si a aquellos bollos había que soplarles no era para enfriarlos, sino para quitarles el polvo. Y si es cierto que existe una vida después de ésta, allí estará el hombre esperando a más de uno para que le paguen los bollos que le robaron en cuanto se descuidaba lo más mínimo.

 

Y es que mis relaciones con la bollería, pastelería y confitería habían sido muy escasas en mi infancia, y no fue precisamente un problema de diabetes. Ni buscando en los archivos más antiguos de mi memoria encuentro gran cosa, sólo unos vagos recuerdos, como cuando me veo lamiendo los cristales de una confitería porque detrás de ellos se exponía una hermosa bandeja de “tocinos de cielo”.

 

Un episodio que tengo grabado fue la boda de mi hermana mayor: allí, en una mesa, se encontraba una bandeja en la que sólo quedaba un pastel, mirándome tiernamente a los ojos. Cuando me dirigía a cogerlo, una mano de un niño, que yo no conocía, se me adelantó. Naturalmente que yo no podía consentir que en la boda de mi hermana me quitaran un pastel en mi propia cara, y, claro, se lió una tangana donde salimos rodando por el suelo enganchados los dos. Al griterío del niño acudió la madre, nos levantó a los dos, hizo un simulacro de darle una colleja, y le dijo:

 

—Pero, ¿te vas a pelear por un pastel? Anda, toma el pastel y vete pallá.

 

Y es que las madres… ya se sabe. A propósito de madres, la mía, guardiana de la moral, la decencia, la pureza y la castidad; guardiana también del honor de la familia, que, por lo visto, debía de estar representado por los bajos de mi hermana, no consentía que asistiese la niña al cine sola con el novio, no fuese que en la oscuridad de la sala al mozalbete se le disparase la mano y aterrizara en zona declarada de uso restringido. Así que me tocaba a mí hacer de carabina: lo mejor que le podía pasar a mi cuñado, que por lo visto agradecía mi “colaboración”. Antes de entrar al cine me llevaba a una pastelería y me decía:

 

—Joselito, anda, elige el pastel que más te guste.

 

Y Joselito no elegía por sabores, sino por tamaño: el que más abultaba.

 

Una vez que empezaba el No-Do, me quedaba frito, hasta que me despertaban al terminar la película.

 

Otros contactos esporádicos fueron con los mojicones que, a veces, cuando nos levantábamos tarde y no nos daba tiempo a desayunar, mi madre nos daba dinero para que de camino al colegio nos compráramos uno. También hay que reseñar las Navidades. Aquellos roscos navideños con sabor a matalahúva que hacía mi madre para las fiestas.

 

Pero el colmo de comer bollos hasta hartarnos fue el poco tiempo que mi hermano Miguel entró a trabajar en una pastelería como aprendiz. Cuando llegaba a casa por la noche, siempre traía una bolsa de bollos que ya no se iban a vender y no podían quedar para el día siguiente. Lo esperábamos como los hebreos al Mesías.

 

Eso no impedía que nos burláramos de él por el oficio que estaba aprendiendo, y mi hermano pequeño y yo le cantábamos una canción que dice:

 

                              A ese gachó que toca el bombo

                             se le cayó el mondongo

                             de tanto tocar.

                             Quiso meterse a pastelero

                             para chuparse el dedo,

                             pero lo han calao.

                             El dueño de la pastelería

                             lo vio comerse un día

                             quince mazapanes,

                             kilo y medio de merengue,

                             y parecía un mengue

                             hinchándose de flanes.

                             Tuvieron que despedirlo de momento,

                             porque tenía el sieso descompuesto;

                              (ozú, mi mare).

                             Y se tiró más de un mes

                             sin beber, sin comer

                             y durmiendo por los callejones.

 

Algo de razón llevaba la canción: el dueño de la pastelería se había propuesto que mi hermano aborreciese los pasteles, así que le dijo que comiese todo lo que quisiese, con la intención de que después de que le saliese el merengue por las orejas, al ver un pastel se le pusieran los pelos como escarpias. Evidentemente el pastelero se equivocó: mi hermano era capaz de comerse todos los días un escaparate de pasteles, sin necesidad siquiera de soltar un erupto ni aunque los acompañara con gaseosa. Y lo demostró: un día el dueño le había enviado a comprar un kilo de coco molido, y en el corto trayecto del almacén a la pastelería el kilo se había convertido en 200 g. Esta pequeña tontería le costó el puesto de trabajo, y a nosotros, el chollo.

 

 

M A D R I D

M A D R I D

Madrid, su gente, sus avenidas, sus fuentes, sus museos, sus jardines, sus teatros, sus bares de copas y tapeo, su Casa de Campo, su Retiro, el Rastro, sus restaurantes, el Real Madrid y su Bernabéu, uno de los mejores metros del mundo.

También su tráfico maldito, su polución, sus prisas, sus eternas obras.

¡Cómo me gusta mi ciudad!

Madrid me encanta, Madrid me mata.

WENCESLAO

WENCESLAO

 

                                   Wenceslao, tú ten cuidao;

                                   no te metas en follones,

                                   y, por lo que pueda pasar,

                                   nunca dejes de llevar

                                   tu cajita de condones.

 

                                   Que las tías van de pesca,

                                   todas buscan un marido

                                   y siempre suelen pescar

                                   al más tonto del lugar

                                   o al que está más salido.

 

 

 

COLEGIO (Parte 5 , final)

COLEGIO (Parte 5 , final)

 

Pues bien, terminó el curso, y con la maleta preparada me fui al despacho del director a recoger mis 5.000 pesetas. Por mi cabeza habían pasado miles de cosas que podíamos hacer con aquel dinero. Llegué al despacho, pedí permiso para entrar y le dije al director que venía a recoger mi premio.

 

Él, casi sin mirarme a la cara, me dijo:

 

—Mira, en este colegio hay muchos huérfanos de militares y el Ejército paga muy poco, así que ese dinero, como tú formas parte del colegio, lo considero ganado por el colegio y nos dará suficiente para reponer el déficit que arrastramos.

 

—Ese dinero es mío, me lo ha concedido a título personal el Ministerio, y si no me lo da usted, me lo está robando.

 

—¿Cómo te atreves a decirme eso? Estás expulsado del colegio, así que, si quieres, para conservar la beca, puedes pedir plaza para el año que viene en los salesianos de Sevilla.

 

Cogí un crucifijo que había en la mesa, y con la peana, que era de bronce, le di un golpe en la cara con toda mi fuerza y con toda mi rabia y empezó a sangrar por los dos orificios de la nariz y por un corte que le produje en la parte lateral de la nariz (seguramente llevaría la marca hasta el día de su muerte). Mientras gritaba e intentaba parar la hemorragia con un pañuelo, yo cogí mi maleta y salí de allí a toda prisa.

 

No me dirigí a la estación de autobuses, sino que cogí un taxi que me llevó hasta la primera parada del autobús, y una vez dentro, me senté al lado de la ventanilla y ni me movía. A la altura de Benalmádena paró el autobús y subió un guardia civil. A mí me temblaba todo el cuerpo y me arrimé a la señora que ocupaba el asiento continuo al mío. El guardia civil, después de echar una mirada (yo me hacía el dormido), se bajó del autobús y éste ya no paró hasta llegar a Algeciras.

 

No me sentí seguro hasta que pasé la frontera.

 

Después, mi padre, no se atrevió a denunciar, imagino que trasladarse a España y enfrentarse a un juicio estaba muy lejos de su presupuesto. No estaban los tiempos, en ningún sentido, como para poner una denuncia a un cura, por más señas director de un colegio que, encima, había sido agredido.