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LOS ESCRITOS DE DISCÓBOLO

T R A V E S U R A S

T R A V E S U R A S

 

Recibir un regalo de Reyes era un lujo hawaiano, pero los hados se compadecieron de nosotros y uno de mis amigos consiguió una pelota de goma de un tamaño respetable: una gozada.

 

Nosotros, naturalmente, jugábamos en la calle, ya que el tráfico era casi nulo, y las porterías las poníamos en las aceras, debajo de las ventanas de los pisos bajos. Cierto día, en pleno partido, salió el señor que vivía en uno de estos pisos, que ya era un anciano el hombre, y cogió la pelota, con la siguiente amenaza:

 

—Si vuestros padres no me pagan los cristales que me habéis roto, no os devuelvo la pelota.

 

Blancos nos quedamos. Veíamos cómo se esfumaba la pelota, ya que cualquiera era el valiente que le decía a su padre que había roto unos cristales y tenía que pagarlos.

 

—La pelota me la pagáis entre todos o mi padre me mata.

 

—Calla, hombre, vamos a pensar una idea para que el viejo nos la devuelva. Y así lo hicimos. Estuvimos un buen rato examinando la mejor forma, y por fin quedamos de acuerdo: hostigar al abuelo hasta que cediera.

 

La estrategia consistía en varios puntos, y pusimos en marcha el primero. Se trataba de cazar unas cuantas lagartijas y amarrarles a la espalda un petardo con un hilo. Como he dicho antes, las ventanas daban a la calle, y allí, debajo de una de ellas, permanecíamos tres amigos agachados con la munición preparada; otro tocaba con un palo en el cristal, y a la señal que nos emitía el quinto, que estaba escondido enfrente, de que el viejo había abierto la ventana, los que estaban agachados encendían los petardos y lanzaban dentro la bomba-lagartija. Entre la “mascletà” y los trozos de lagartija pegados por toda la habitación, los abuelos gritaban histéricamente.

 

Inmediatamente nos poníamos enfrente, todos en formación y gritando:

 

—¡Queremos la pelota! ¡Queremos la pelota!

 

Los abuelos se acordaron de toda nuestra familia, nos amenazaron de mil formas y cerraron la ventana. El punto primero no había surtido efecto y pasamos al segundo casi sin darles tiempo para recuperarse. Este punto era especial, no podía fallar. Cogimos una caja de zapatos e hicimos dentro nuestras necesidades fisiológicas, para decirlo de una manera fina, nos cagamos todos en la caja, pusimos dentro a Pascual, nuestra mascota: un sapo cabezón, y colocamos la caja boca abajo delante de la puerta; llamamos y salimos corriendo.

 

El hombre, al ver la caja, lo primero que hizo fue darle una patada y llenarse el zapato hasta el tacón, mientras que Pascual entró en su recibidor dando saltos y poniéndolo todo perdido. La mujer estuvo haciendo virguerías para limpiar aquello y nosotros nos fuimos a nuestros puestos a dar las voces de rigor:

 

—¡Queremos la pelota! ¡Queremos la pelota!

 

Al ratito se abrió la ventana y la pelota vino hacia nosotros botando despacio, con calma, como si fuese una prenda que entrega el enemigo vencido. Me dio mucha pena aquel hombre; siento remordimientos de conciencia cuando me acuerdo, pero sólo de él, la mujer tenía una boca para pedírsela prestada para una pelea.

 

 

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