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LOS ESCRITOS DE DISCÓBOLO

G R A N J A (Segunda parte)

G R A N J A  (Segunda parte)

También nos enseñó a nadar ateniéndose a sus métodos didácticos, en los que era un experto de los que ponen los pelos de punta. Como siempre, empezó por el mayor, mientras los pequeños observábamos desde la orilla con una mezcla entre curiosidad y temor. Le hizo que subiera en sus espaldas y empezó a nadar mar adentro hasta que consideró que mi hermano no hacía pie, y una vez en esta distancia dio una sacudida con su cuerpo y mi hermano salió despedido, chapoteando y tragando agua hasta que logró llegar a la orilla. Aprendimos todos a nadar, y ese aprendizaje nos vino muy bien, sobre todo a Miguel y a Luis.

 

Por las tardes, antes de que regresaran los animales del monte para alojarse y dormir en sus corrales, nos reuníamos todos a hacer alguna actividad, de esas que algunas veces se pueden denominar “lúdicas”. Mi tío era amante de organizar peleas entre mi hermano pequeño y yo contra el mayor; peleas que siempre ganábamos los pequeños porque contábamos con la ayuda de mi tío porque, cuando Miguel estaba encima de nosotros, él lo volteaba y ponía debajo, lo que hacía que nosotros saliésemos corriendo y gritando de júbilo, mientras el perdedor se desesperaba pataleando.

 

Y decía que tanto a Miguel como a Luis les vino muy bien aprender a nadar porque cerca de la casa había una poza muy grande y profunda, de donde, los que tenían fuerza, sacaban agua por medio de un cubo atado a una cuerda. Esta poza estaba llena de serpientes de agua, y mi hermano, que a su corta edad era el mejor tirador con tirachinas que jamás he visto, se dedicaba a disparar a las serpientes desde la orilla de la poza. Cada disparo suyo impactaba en la cabeza de alguna serpiente, que comenzaba un maldito baile de retorcimientos hasta que moría. Un día, mi tío, haciendo alarde de su “buen humor”, le dijo a mi hermano: “no las mates, que son inofensivas”. Mientras decía esto, cogió a mi hermano por el cinturón y lo lanzó dentro de la poza. El pánico hizo que batiese todos los récords para salir de allí. Para nuestra inconsciencia infantil, incluida la de mi tío, aquello tenía mucha gracia, menos para Miguel, que no volvió a acercarse a la poza. Peor fue para el pequeño, que como terapia para curar su miedo a las serpientes, también fue lanzado a la poza, con el agravante de que él no pudo salir por sus propios medios y tuvo que sacarlo mi tío, tirándole el cubo con la cuerda al que mi hermano se agarró como si en ello le fuese la vida, que en realidad así era.

 

La memoria me evoca tantos momentos vividos en aquella pequeña granja, que tendría material más que suficiente para escribir un libro. Recuerdo el tremendo susto que pasé cuando me ordenó montar en una potrilla que aún no había sido montada por nadie:

 

—Tú, tranquilo. Te agarras con los pies por detrás de sus patas delanteras y con las manos a las crines.

 

Él agarró a la potrilla mientras yo subía y, una vez encima, la soltó. El animal empezó a dar saltos y a querer quitarse el peso de encima; corría de un lado hacia otro y yo a cada instante me veía en el suelo. Se metió dando brincos en medio de la piara de cabras que volvía del monte y los perros empezaron a ladrarle, lo que puso más nervioso al animal. Menos mal que el cabrero, a quien le llamábamos “señor Miguel” por su edad, y, a pesar de ella, estaba en unas condiciones físicas estupendas, se acercó a la potrilla y logró asirme. Todavía le tengo en la lista de beneficiarios de mis oraciones por salvarme de aquel tormento.

 

Francamente, teníamos mucha confianza con mi tío e incluso, si estaba de buen humor, nos permitíamos alguna licencia con él, llegando, a veces, a burlarnos de algunas de sus “facultades”. Una tarde que tirábamos a un blanco con una escopetilla de plomos apareció mi tío, que siempre se involucraba en todo lo que hacíamos:

 

—A ver, traer pa’cá esa escopeta que os voy a enseñar cómo se dispara —ése fue su saludo.

 

La carcajada fue unánime, pues sabíamos que, cuando estaba con mi padre en el Atlas, en una ocasión cogió un jabalí muy grande con un cepo, se acercó a casa por la escopeta, le disparó varias veces y al final tuvo que terminar matándolo con un hacha. Le recordamos la historia, pero no se inmutó:

 

—Traer la escopeta, que esa historia se la inventó vuestro padre (su hermano) porque me tenía mucha envidia.

 

Le llevamos la escopeta y la caja de los plomos, y con mucha parsimonia y chulería cargó el arma, y dirigiéndose a nosotros con aire prepotente, nos dijo:

 

—¿Veis ese gallo que está al lado de la lata? Pues voy a dar un plomazo en la lata y veréis el susto que se lleva.

 

Era un gallo precioso, blanco, con un porte andando como diciendo “aquí estoy yo”. Se oyó el disparo y el gallo se dobló y se quedó inmóvil.

 

—Está acojonao —dijo mi tío.

 

Nosotros fuimos corriendo hacia el gallo para ver qué le había pasado y vimos que el plomo, en lugar de en la lata, había impactado en la cabeza del animal, matándolo en el acto. Sin inmutarse lo más mínimo ante nuestras risas, nos dijo:

 

—¿De qué os estáis riendo? ¿No veis que lo he hecho a propósito? Llevo mucho tiempo con ganas de comérmelo. Además, tenía pinta de maricón. Así que llevárselo a vuestra tía que mañana comemos pollo.

 

Entre los hermanos y mi prima había armonía, Miguel imponía su ley y nosotros la acatábamos, siempre que no se pasara, que no lo hacía, entre otras cosas porque un cante nuestro a mi tío supondría un problema para él.

 

Cuando anochecía, antes de ir a dormir nos sentábamos a observar las luces de los barcos de pesca en el mar y jugábamos a algún juego que proponía Miguel y que, por supuesto, siempre ganaba él. Aún recuerdo el concurso de poesías, e incluso la poesía que lo ganó. Decía así:

 

                              Las traíñas del veintitrés

                              son las mejores de todas,

                              porque se baña “el” Miguel,

                              que nada a cien por hora.

 

El veintitrés se refería al punto kilométrico que nos pillaba frente a la casa.

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