TANATORIO
Allí, a la entrada de la sala 12 del tanatorio de la M-30, un cartel indicaba el nombre del finado: Alberto Fernández Pinilla. Debajo del cartel, sobre una mesita, un libro de condolencias donde los amigos iban dejando sus frases más o menos inspiradas.
Dentro de la sala se encontraban su viuda, sus huérfanos y familiares, amén de algunos amigos de la familia. Al fondo de la sala un enorme cristal, detrás del cual estaba Alberto en su última “presencia” por culpa de un infarto. Los maquilladores de la funeraria habían hecho un buen trabajo: parecía que dormía plácidamente, no impresionaba su contemplación.
Poco a poco se iría produciendo un desfile de amigos y conocidos. El primero en aparecer fue Juan, su compañero de trabajo, quien, después de besar a la viuda y dar el pésame al resto de familiares, se dirigió hacia el cristal. Se quedó de pie frente a Alberto y se santiguó de una forma tan precipitada que hasta a él mismo le pareció patética. Comenzó un monólogo interior “dirigido” al difunto, como si éste estuviese conectado con él telepáticamente: “Lo siento por ti, tío, pero que la hayas palmado me ha venido muy bien: ya tengo tu puesto en la empresa sin necesidad de esperar a tu jubilación; eso me supone casi 200 euros más al mes, con lo que le has dado un alivio a mi hipoteca”.
Después apareció el jefe de la empresa, que mientras le decía a su viuda que era una pérdida irreparable por su capacidad profesional y humana, y miraba de reojo si había llegado la corona de flores que le había enviado, pensaba que se había quitado de encima al operario con más antigüedad, y que en otros tiempos sí que era necesario, pero hoy, con los adelantos de la informática, cualquier chaval podría hacer su trabajo por la mitad del salario que él percibía.
La gente se iba repartiendo en minúsculos grupos y entablando conversaciones de la más variada gama. Unos hablaban de las bondades del difunto, otros contaban casos que conocían de gente que habían muerto por infartos y algunos contaban chistes y se reían sin pudor a carcajadas.
—¿Cómo puede morirse uno teniendo una mujer que está tan buena?
—Lo mismo se ha muerto por eso.
—Pues a mí me gustaría hacer el trabajo del muerto, el que hacía en la cama de su casa.
Pues eso, que el muerto al hoyo y el vivo al bollo, o como dicen los mexicanos: “el muerto a la barranca y el vivo a la potranca”.
2 comentarios
Discóbolo -
Un beso.
Sakkarah -
Cierto es, el muerto duele, pero...todo pasa. A los uqe no son muy allegados, se les pasa enseguida.
También es verdad que nada se puede hacer para traerlo, y que la vida sigue.
El vivo al bollo, pero el muerto quizá a la paz de la nada, o quien sabe si a mejor vida.
No había oído el de méxico, jajaja.
Un beso.
Otra forma: El muerto al pozo y el vivo al gozo.