E X P E R I E N C I A
Otra experiencia acumulada, y esta vez con varias vertientes, yo diría que con todos los ingredientes necesarios para considerarla enriquecedora y convencerme más de la filosofía empírica. Se trata de obtener respuesta a muchas preguntas que nadie puede responder con exactitud si no ha vivido esa experiencia en propia carne, aunque la misma situación será percibida de forma distinta, según la idiosincrasia del individuo.
¿Cómo explicar qué siente una mujer al dar a luz si cada una tiene una versión del hecho, e incluso una de cada parto? ¿Quien no haya estado en la cárcel, qué puede saber sobre las vivencias, sensaciones y sentimientos de un preso en sus horas de soledad? ¿Quién puede saber en qué estado se encuentra el cerebro de un soldado durante una batalla, o después de ella cuando va recordando, como si visionara una película, los hombres que murieron?
Pero concretamente en este caso, a la experiencia que me refiero es el estar bajo los efectos de la anestesia y sedación durante diecisiete días, a veces oyendo lo que hablaban los médicos y enfermeras, como en aquella ocasión en que una se acercó al borde de mi cama y preguntó a su compañera:
—¿Pero aún no ha muerto este hombre?
—No me lo explico, tiene constantes vitales que no son compatibles con la vida.
Otras veces sufriendo alucinaciones que aún hoy me cuesta creer que no sucedieran de verdad, por la intensidad de las emociones sentidas.
... un paseo por un parque, posiblemente la Casa de Campo o el Retiro de Madrid, una fría mañana de otoño, pisando las hojas de los plátanos de sombra o falsos plátanos, caídas y mojadas por una suave lluvia ya desaparecida. Desde una perspectiva extraña veo mis botas, paso a paso, avanzar por la alfombra vegetal. Detrás de mí, como si se tratase de una película de dibujos animados, las hojas van cobrando vida y comienzan a seguirme con una danza grotesca. Los bancos del parque imitan a las hojas y comienzan su caminar en forma de cortejo, o como roedores en pos del flautista de Hamelín. Al pasar junto a la verja del parque, las puntas de las picas se van transformando en gentleman ingleses que me saludan tocando con la mano el ala de su bombín mientras realizan un leve movimiento de cabeza. De fondo, una relajante música de Santana que, con su clásico punteo, ameniza la acción que se desarrolla, sólo rota por la aparición espontánea de franjas de colores fosforitos, de esos que dañan la vista y perturban el cerebro y que se pueden anular cerrando los párpados con fuerza, para recuperar la armonía de la alucinación.
... otro paseo, éste aún más insólito por mi condición de agnóstico convencido, es el que realicé al otro lado de la frontera que separa la vida de la muerte; es decir, crucé la orilla blanca y la orilla negra para adentrarme en un espacio donde jamás estuvo nadie, y si lo hizo no volvió para contarlo. Efectivamente, era un río, un río que crucé sin sentir en mi cuerpo (¿era mi cuerpo?) la humedad de sus aguas y donde de repente me encontré en un paraje inhóspito y cubierto de una bruma baja, hasta el punto de que mis piernas, a partir de las rodillas hasta el suelo, estaban difuminadas, dándome la sensación de levitar, por lo que mis pies no tocaban una superficie sólida.
Algo en mi interior me decía que estaba "en las puertas del cielo", pero no veía a nadie, a pesar de mi deseo de estar equivocado y tener la posibilidad de encontrarme con los miembros de mi familia fallecidos. De repente, al girar la cabeza, vi a mi hermano y me dirigí a él, pero no quiso hablar conmigo, giró la cabeza y emprendió una lenta marcha hasta desaparecer en aquella especie de niebla. Me quedé desolado después de las veces que tuve que suplicar para poder morir y librarme de aquel sufrimiento interminable donde apenas podía respirar, ya que los tubos en la boca y una sonda nasogástrica en la nariz me lo impedían, sin contar que permanecía atado a la cama cual prisionero peligroso, aunque yo, en mi alucinación, me veía crucificado y me sentía víctima de unos sádicos que pretendían acabar con mi vida por el solo placer de experimentar qué se sentía al quitar la vida a un hombre haciéndole pasar por toda clase de torturas.
Allí, en las puertas del cielo, sólo, desconcertado y esperando acontecimientos, sentí que alguien se ponía en contacto conmigo telepáticamente, y me dijo:
—No puedes acceder aquí, los padres de Conchi han suplicado por ti, y el hecho de que tu mujer perdió a su padre con sólo ocho meses de vida, su hermana murió sin haberla podido conocer, después fue su abuelo y por último su madre, sería demasiado duro que ahora se quedase sin su marido. Así que no morirás en esta ocasión.
No hubo más comunicación; sentí que me trasladaba a una velocidad de vértigo hasta encontrarme de nuevo atado, entubado e inmerso en aquel estado de desesperación que me producía aquella especie de "coma anestésico". Durante el tiempo que permanecí atado a mi "cruz", en posición horizontal de cúbito supino, observaba una bóveda donde divisaba a lo lejos un enorme crucifijo que se me antojaba de oro. En mis momentos de desesperación, yo, que, repito, soy agnóstico convencido, aunque quizá en algún lugar oculto de mi subconsciente se encontrase aletargada aquella formación religiosa que mi madre se encargó de inculcarme, me dirigía a aquel crucifijo para pedirle la muerte. Cada vez que se producía una petición el crucifijo comenzaba a girar en un movimiento de rotación, mientras que del mismo se desprendían cientos de cruces pequeñas que iban girando, esta vez con movimiento de traslación, e iban descendiendo hasta clavarse en mi pecho, lo que me producía la muerte; oía los estertores dos veces y dejaba de respirar, pero mi mente seguía sintiendo que continuaba vivo, y esta escena se repitió siete veces.
En otra ocasión me vi flotando en un inmenso espacio etéreo, gozando de una completa ingravidez que me permitía, cual astronauta en su nave, trasladarme a voluntad sin ningún tipo de esfuerzo. Pero no estaba solo, había más personas desplazándose como meteoritos en el espacio estelar. De repente, a lo lejos, diviso innumerables seres extraños que se dirigen hacia mí a gran velocidad, como atraídas por un zoom instalado en mis ojos. A unos cuantos centímetros de mis ojos frenan bruscamente y sus caras comienzan a desformarse, cerrándoseles los ojos, oídos y fosas nasales hasta el punto de desaparecer y adquirir una forma amorfa, como una patata.
Cuando consigo huir, atravesando los cuerpos de aquellos entes, me doy cuenta que puedo ver en una oscuridad absoluta; sólo con cerrar los ojos todo se ilumina, veo las formas y los movimientos, pero no consigo saber qué quieren de mí aquellos rostros inexpresivos y tampoco reconozco a ninguno.
Y de nuevo volver al calvario de estar atado y entubado, esperando y deseando una nueva alucinación que me liberara de aquella situación.
Estos son tres pequeños ejemplos de las muchas historias que "viví" durante mi viaje por los recovecos de mi cerebro, empujado por las drogas legales que me suministraron, hasta el día que oí una voz enérgica que me ordenaba:
—José, despiértese ya. Lo hemos operado y todo ha salido muy bien.
Abrí los ojos y me encontré en una UCI. Quise decir algo, pero no pude articular palabra porque la traqueotomía que me habían practicado me lo impedía. En ese instante comenzaba otro duro período. Algún día continuaré relatando mis vivencias..., o no.
4 comentarios
Discóbolo -
Un beso como el sombrero de una mora de tánger.
Anónimo -
Discóbolo -
Siento haber corrompido a tan digna dama por el vocabulario de un pulpo tan descarado, pero como a Cela le dieron el Nobel...
Un besote.
Margot -
Por cierto. Y, refiriéndome al escrito anterior: ¡¡Jesús!! con las calores, hay que ver lo que ha de leer una por estos sitios.
Un beso, muy grande.
Margot