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LOS ESCRITOS DE DISCÓBOLO

BENDITA INFANCIA

BENDITA INFANCIA

 

Recordando a Miguel

 

Estaba tocado por la mano del dios del arte, porque, como buen andaluz, tenía “un ánge que no se podía aguantá”. Había trabajado mucho en su vida y en muchos sitios. En la última etapa de su vida se dedicó a conducir autocares haciendo grandes rutas por toda Europa, y cuando se acercaba a su jubilación la empresa lo puso de asesor de conductores inexpertos y a hacer algunos servicios dentro de la ciudad, entre el que destacaba el transporte escolar.

 

Este hombre, de nombre Miguel, era una enciclopedia de la anécdota, un libro viviente. Me gustaba oírle porque siempre tenía una historia relacionada con cualquier tema que saliese a colación y casi siempre con humor, desdramatizando situaciones complicadas y riéndose hasta de su sombra.

 

Una de esas historias se refería a cuando él, con su autobús, iba recogiendo por una ruta predeterminada a niños con síndrome de Down y otras patologías mentales, para llevarlos a un colegio de educación especial. Éste era el servicio que más le gustaba hacer porque lo pasaba muy bien con los niños, a los que les tenía mucho cariño y, además, se sentía correspondido porque estos chavales tienen una sensibilidad especial. Cuando los críos iban subiendo al autobús a cada uno le iba diciendo una cosa, cuando no eran ellos los que se adelantaban, sobre todo el que conocía las preferencias futboleras del conductor:

 

—Miguel, viva el Madrid.

 

—Eso, Enriquito, que este año ganamos la copa de Europa.

 

O el provocador:

 

—Visca el Barça, visca el Barça, Miguel, jajajaja.

 

—Ricardito, o te haces ahora mismo del Madrid o no te dejo que subas al autobús —le gritaba Miguel mientras Ricardito corría hacia la parte trasera del autobús para evitar que cumpliera su amenaza.

 

La misión de Miguel se limitaba sólo a conducir, pero en más de una ocasión había echado una mano cuando el caso lo requería, aunque para eso en el coche viajaban dos ayudantes para cuidar a los niños durante el trayecto: María, una chica joven, recién casada, e Isabel, una mujer de cuarenta y muchos años, con gran experiencia en su profesión, quienes, aparte de poner orden, eran las encargadas de la limpieza interior del vehículo después del servicio.

 

Un día, a la vuelta del colegio, entre la algarabía que acompañaba a los desplazamientos, destacó un grito desesperado:

 

—¡Para, Miguel, que quiero mear!

 

—Espérate un poquito, que ya estamos llegando a casa.

 

—¡Que no, que me estoy meando!

 

El conductor se arrimó al arcén, puso los intermitentes de emergencia en marcha, paró el vehículo y abrió la puerta:

—Vamos, una que lo ponga a hacer pis antes de que se lo haga encima y nos manche el asiento.

 

Isabel hizo un gesto a María para que se encargara del chaval, mientras ella controlaba al resto. María no lo hacía de buena gana, porque el chico se había empeñado en que no quería soltar su cartera, lo que le mantenía las manos ocupadas y era María la que debía ayudarle, mientras Miguel observaba a los dos, que estaban de espalda: el chico gritando y María manipulando en su bragueta. De repente, María soltó un grito:

 

—¡Qué barbaridad! ¿Has visto lo que tiene aquí el niño este? —decía a Miguel mientras giraba al chico para que el conductor pudiese verlo—. Pero si la tiene más grande que mi marido.

 

—Que tu marido y que cualquiera…, ya quisiera yo una como esa para pasar un fin de semana.

 

El niño, mientras miccionaba no paraba de gritar: “¡Mira, tengo pelos; tengo pelos!”

 

Miguel e Isabel se reían a carcajadas y María permanecía ruborizada con aquella cosa tan desproporcionada en la mano.

 

 

 

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