CONCIENCIA
Era un día frío, como casi todos los días del invierno en Estrasburgo; el termómetro posiblemente marcara los –15º. Tenía mucha pereza porque había dormido muy mal, pero, haciendo un esfuerzo, me vestí y bajé a tomar café, como cada día laborable en el bar “Étudiant” de la Quai des Batelieres. Tenía que aparentar normalidad, así que me senté y pedí un café, mientras bromeaba con el camarero.
Empecé a ojear con avidez el diario Dernières Nouvelles d'Alsace y allí, en la página de sucesos, estaba la noticia: “Ciudadano yugoslavo tiroteado bajo le Pont d'Europe” (puente que separa Francia de Alemania).
Un escalofrío recorrió mi cuerpo, al mismo tiempo que me tranquilizaba la noticia de que había fallecido, lo que impedía que pudiera declarar. La versión del periódico distaba mucho de lo sucedido, ya que lo achacaba a un ajuste de cuentas o a un crimen de índole político entre facciones yugoslavas, cuando en realidad había sido un acto de legítima defensa.
Seguí ojeando el periódico y vi un anuncio que me llamó la atención porque suponía el abandono de la ciudad de una forma que no levantaría sospechas: “Empresa norteamericana ofrece trabajo a jóvenes en Nueva Caledonia”. Llamé por teléfono a mis amigos que la noche anterior me acompañaron y a las 10,00 horas estábamos los tres en las oficinas de la Warner Sofi, Co., firmando un contrato de trabajo sin saber qué firmábamos y sin importarnos nada: sólo queríamos salir de la ciudad, apartarnos de ese lugar.
Ninguno de los tres sabíamos dónde se encontraba Nueva Caledonia; incluso uno de mis amigos sugirió que debía encontrarse cerca de la frontera con España. Llegamos a París para el pertinente reconocimiento médico y recibir una batería de vacunas.
Al día siguiente nos encontrábamos dentro de un avión en el aeropuerto de Orly que nos llevaría a Roma. Desde allí, en aviones de compañías desconocidas y haciendo muchas escalas para conectar con vuelos baratos, fuimos recorriendo aeropuertos de ciudades de Europa y Asia: Estambul, Ankara, Delhi, Phnom Penh, Saigón.
Allí nos dimos cuenta de que la reacción de las vacunas había afectado severamente a Juan, hasta el punto de tener que hospitalizarlo. Pedimos al representante de la empresa que nos permitiera quedarnos con él y éste nos concedió una semana que después se transformó en dos meses.
Lo que sucedió en Saigón es otra historia. Una historia dura que quizá cuente en otro momento.
A los dos meses recibimos noticias de la empresa que nos comunicaba que nos recogerían en el aeropuerto y seguiríamos, junto a otra remesa de trabajadores, nuestro viaje: Saigón, Yakarta, Darwin, Brisbane y, por fin, Numea. Un viaje que duró cincuenta y dos horas cuando debía haber durado menos de doce.
Tenía un año por delante para tratar de borrar de mi mente esa maldita noche en que vi cómo mi amigo era introducido en un vehículo a punta de pistola. Me dirigí, furioso, acompañado de mi amigo Juan, hacia mi coche y emprendí una persecución desesperada.
Antes de llegar a la frontera, el vehículo se apartó de la carretera principal tomando un camino rural que conducía a la ribera del río Ill, afluente del Rin. El coche que iba delante se detuvo y yo paré el mío, apagué las luces; comprobé, junto con el amigo que me acompañaba, que los cargadores de la pistola que ocultaba bajo el asiento estaban completos y, bajando del coche, seguimos el camino a pie procurando no hacer ruido. La vegetación del lugar favorecía el acercamiento sin ser vistos. Cuando estábamos a pocos metros no se nos ocurrió otra idea que gritar: ¡Alto, policía! Los agresores intentaron huir y el que golpeaba a mi amigo entró en el coche, cuyo motor permanecía en marcha, y arrancó a una velocidad tal que a su compañero, el que iba armado, no le dio tiempo de subir al vehículo.
Comenzamos a acercarnos al lugar de los hechos con dos claras intenciones: auxiliar a nuestro amigo y devolverle con creces a ese individuo el daño que le había infligido.
De repente, vi un fogonazo y sentí el silbido de una bala muy cerca de mi cabeza. Fue un acto reflejo, apreté el gatillo de mi pistola apuntando hacia el lugar donde salió la llamarada y vi cómo aquel hombre tan alto clavaba sus rodillas en tierra y caía con las manos en cruz.
No nos entretuvimos en comprobar nada, ayudamos a nuestro amigo a incorporarse y salimos con dirección a nuestro coche. Lo arranqué, nos pusimos en marcha en dirección a la ciudad y, sin casi pronunciar palabra, dejé a cada amigo en su casa y yo me fui hacia la mía, no sin antes pasar por el bar para dejarme ver con el fin de tener algún día una hipotética coartada.
Así que ahora tenía un año para olvidar, pero no fue suficiente porque al cabo de muchos años ese recuerdo sigue acudiendo a mi mente con una frecuencia poco deseada.
Y no ceso de hacerme muchas preguntas: ¿En un caso similar todos los hombres pensarán igual? ¿Qué sentirán al quitar la vida una persona? ¿Qué pensarán?
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