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LOS ESCRITOS DE DISCÓBOLO

F E L I P E

F E L I P E

 

Durante la guerra perdió todo lo que tenía, incluso su casa fue bombardeada y aún conservaba un recuerdo de una esquirla de una bomba, que le hacía cojear levemente.

 

Se movía por el romboide (para los que conozcan Madrid) comprendido entre Bilbao, San Bernardo, Noviciado y Fuencarral. Era muy conocido y querido en todos los talleres y comercios de la zona, porque él había nacido allí, y ellos le proporcionaban el sustento a cambio de recados y pequeños favores que él hacía.

 

Felipe era su nombre, y dormía en el Metro de Bilbao, gracias a que conocía al jefe de estación, aunque tenía que acostarse muy tarde y levantarse muy temprano. El hombre estaba amargado, aunque jamás le oí quejarse de la vida que le había tocado vivir; se refugió en la bebida, y siempre encontraba a alguien dispuesto a invitarlo a un vaso de vino y a gastarle una broma, siempre que no se refiriese a su afiliación política: era republicano y si le llamabas “facha” podías tener un problema. A la hora del bocadillo me dirigía a él:

 

—Felipe, por favor, dile a la señá Almudena que he dicho yo que te dé un bocadillo con 50 gramos de jamón, pero que sea en tacos gordos.

 

La señora Almudena sabía lo que tenía que poner, pero Felipe volvía cabreao:

 

—Esta tía hace lo que le sale del coño; otra vez te ha puesto el jamón en lonchas.

 

A veces, al entrar al taller (donde había un escalón muy peligroso), resbalaba y alguien siempre soltaba la frase:

 

—¡Quieto, vino, que me tiras!

 

A lo que Felipe contestaba con rapidez y cara de pocos amigos:

 

—¡Que no es el vino, pringao, que es la herida de la pierna… me tiés contento!

 

Por las mañanas, cuando entrabas al bar a desayunar él ya estaba en su rincón, como si fuese a tirar un córner:

 

—Buenos días, Manolo, ponle un café a Felipe.

 

Aquella frase le hacía reaccionar enseguida:

 

—Manolo, a Felipe, mejor le pones un vaso de vino.

 

Ya desde por la mañana se le calentaba la boca y el cerebro y empezaba a contar historias que él mismo se creía y, por exageradas, grotescas y divertidas, causaban regocijo a todos los que las oían.

 

Cuando Felipe se ponía a contar algunas de sus aventuras se iba formando un corrillo a su alrededor que cada vez iba en aumento, y las rondas corriendo sin que él pagara ninguna.

 

Recuerdo muchas historias que me traen a la memoria una sonrisa, al recordar las carcajadas de los compañeros. Una de ellas trataba de cuando fue destinado a Guinea, con el grado de sargento. El barco partía desde el puerto de Algeciras a las 9:00 de la mañana, así que Felipe le dijo a un soldado:

 

—Esta noche, por ser la última en la Península, vamos a pasarla de cachondeo, que ya tendremos tiempo de descansar durante la travesía.

 

Así lo hicieron, y cogieron tal borrachera, que a las 9.30 se despertó el soldado y le dijo:

 

—Mi sargento, mire la hora que es. El barco se ha ido y nos hemos quedao en tierra.

 

—Vamos corriendo al puerto —dijo Felipe.

 

Al llegar al puerto, con petate incluido, vieron que el barco ya había partido, y, según contaba Felipe, se veía muy pequeñito a lo lejos.

 

—¿Qué hacemos mi sargento?

 

—¿Cómo que qué hacemos? Al agua.

 

Los dos hombres se lanzaron al agua y comenzaron a nadar para conseguir alcanzar al barco. Al rato de ir nadando, Felipe dijo:

 

—Soldado, ¿dónde coño está el barco?

 

—Mi sargento, nos lo hemos pasado; se ha quedado atrás y tendremos que esperarlo para que nos recoja.

 

Así lo hicieron hasta que el barco llegó a su altura.

 

—Eh, los del barco, tíranos unas maromas.

 

Después de una noche de borrachera y estar nadando a velocidad de motora, subieron a pulso al barco escalando por las maromas y cargados con los petates. Pero la sorpresa y lo más interesante de esta historia estaba por pasar: nada más poner los pies en cubierta se oyó un grito a bordo:

 

—Hombre al agua.

 

—¿Qué pasa? —preguntó Felipe.

 

—Pues que se ha caído un negro al mar y está rodeado de tiburones blancos.

 

No se lo pensó dos veces. Cogió un cuchillo de cocina y se lanzó al agua para salvar al negro de una muerte segura. Y así lo hizo. Según él, mató siete tiburones... y porque el resto se dio a la fuga.

 

Cuando los izaron al barco el negro no paraba de decirle:

 

—Buana, desde hoy soy tu esclavo.

 

Y terminaba con la frase:

 

—No le hice ni puto caso al negro, ya conocéis cómo soy yo.

 

Una vez en su destino de Guinea, un domingo por la tarde, contaba:

 

—Como me aburría, cogí nueve Land Rover largos, los llené de negros y me fui a cazar leones. Nos pasamos todo el día andando y no vimos ningún león. Ya íbamos a volver cuando, detrás de una mata, asomó un león de unos 300 kilos, gruñendo, amenazando en forma rampante, como en los escudos heráldicos. En la selva se formó una carrera de negros y me dejaron solo ante aquel bicho tan grande. Ni me inmuté. Me eché el CETME a la cara y empecé a disparar en la posición de ráfaga, pero para mi desgracia el arma se había encasquillado y no disparaba. Como el león avanzaba hacia mí a toda leche, le di un meneo al arma, miré el interior del cañón, vi que venía la bala, apunté al león y éste me dijo: “Felipe, no me dispares, que soy la Virgen del Carmen”. Pues si tú eres la Virgen del Carmen yo soy el sargento Felipe. Naturalmente, no me dejé engañar y me lo cargué.

 

Felipe seguía contando su historia haciendo caso omiso a las carcajadas de los compañeros:

 

—Así que mandé a los negros que le amarraran al león las patas y las manos, les metieron un palo entre ellas y lo subieron a un Land Rover. A la vuelta al cuartel tuvimos que pasar un riachuelo que venía muy crecido y se nos averiaron seis coches; los negros se bajaron a empujar y aparecieron cientos de cocodrilos…, en fin, que tuvimos que hacer una escabechina de cocodrilos.

 

Uno de los presentes, para provocar más su imaginación, le recordó que en Guinea no había cocodrilos:

 

—Felipe, si en Guinea no hay cocodrilos…

 

—¡Coño!, pues serían anacondas; el caso es que tenían un pedazo de boca que cada vez que la abrían se tragaban a un negro.

 

—Menuda bronca te echaría el capitán, después de perder seis coches y un montón de soldados indígenas…

 

—De eso nada, sólo me dijo que se quedaba con la cabeza para ponerla disecada en la pared, y el pellejo del león para regalárselo a su mujer como alfombra.

 

Un día de invierno a Felipe tuvieron que sacarlo del Metro los servicios del SAMUR. Había muerto quizá soñando con la próxima historia que nos iba a contar.

2 comentarios

Discóbolo -

Sí, Sak, fue un hombre sin suerte al que la vida trató muy mal, pero nunca le oí una queja en ese sentido.

Un beso.

Sakkarah -

Pues era simpatiquísimo...

Te dejo un bonito recuerdo.

Un beso.