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LOS ESCRITOS DE DISCÓBOLO

S O B R I N O

S O B R I N O

Algo parecido fue lo que llevó el “sobrinito” a la fiesta de fin de año.

A estas mujeres, de medio cuerpo hacia arriba las envidian algunas mujeres; 

de medio cuerpo hacia abajo, algunos hombres.

En aquella época yo vivía en el Pueblo de Vallecas. Allí también vivía mi amigo Juan, al que llamábamos  El tartaja” porque se encasquillaba hablando, y del que hago referencia en otro lugar de este blog. El hombre más valiente que he conocido. Lo pasábamos en grande y nos reíamos mucho porque tenía un gran sentido del humor, pero no hay nada perfecto y Juan tenía su defecto: un sobrino con más plumas que un zorzal.

En Atocha, a veces, coincidía con el sobrino de Juan, que también trabajaba, pero en otra cosa muy distinta: era “telonero” de no sé qué tipo de espectáculo. Cuando le veía subir al bus me daban las siete agonías de la muerte juntas. Empezaba a llamarme a gritos: “¡Jooose!, ¡Jooose!”, mientras hacía unas cosas muy raras con las manos, simulando un saludo y se estremecía como si sufriese escalofríos por todo el cuerpo.

Los ojos de los pasajeros noctámbulos parecían comandados por un mando digital: todos se dirigían a mí como si se tratase de un solo ojo. Una vez sentado a mi lado empezaba a contarme cómo le había ido la noche, pero a grito pelado.

—Jose, hoy tenías que haberme visto: he tenido una actuación brutal. Imagínate el escenario completamente a oscuras; de pronto lo ilumina un cañón de luz y aparezco yo con un bikini de lentejuelas cantando el “Fumando espero”.

Yo no dejaba de pensar cómo me aguantaba y, a pesar de la amistad con Juan, no le daba un tortazo en la boca para que se callara (con la mano abierta, claro), o por lo menos no lo había mandado a hacer puñetas, por no decir algo más grosero.

Un día de diciembre Juan se acercó a mi casa para decirme que no buscase nada para la fiesta de noche vieja, porque íbamos a celebrarlo en su casa y que no llevásemos chicas porque su sobrino se encargaba de llevar a unas amigas. Yo en eso no le pude complacer porque tenía una novieta que no podía dejar tirada una noche como esa.

Llegó el día señalado y, después de las tomar las uvas con la familia, nos fuimos a casa de Juan. Al rato apareció el sobrino acompañado de aquellas cuatro bellezas que parecían modelos de las que salen en las revistas: más femeninas, más guapas y mejor maquilladas que todas las chicas que había allí juntas.

Los que no tenían novia vieron el cielo abierto y los que la teníamos sentimos envidia, pero no sana: envidia pura. Empezó la fiesta, y mi amigo Juan, como jefe del cotarro, se eligió a la más guapa de las invitadas por su sobrino. Fue una noche tremenda, una bacanal hasta donde los cánones de aquellos años permitían. Juan le hizo a la chica un lavado de campanilla con la lengua y cada vez que pasaba junto a mí me guiñaba el ojo para darme a entender que estaba triunfando con la reina de la noche.

Sobre las 6:00 de la mañana, cuando ya teníamos todos la sangre color Johny Walker (etiqueta roja, que es más barato), el bellezón preguntó si alguien se atrevía a ayudarle a cambiarse de ropa, mientras se dirigía a una mochila donde guardaba la ropa que debía ponerse. La puerta de la habitación parecía la del Metro en hora punta un día de trabajo, por la cantidad de chavales queriendo entrar todos al mismo tiempo. Aquello era un verdadero espectáculo: un cuerpo que mareaba desnudándose con parsimonia, mientras que decenas de ojos no perdían detalle. Pero aquello era un huevo Kinder: tenía sorpresa, y la sorpresa era que cuando se quitó las braguitas llevaba pegado con esparadrapo un chorizo que parecía el anuncio de Revilla.

Entre todos los que estábamos allí no éramos capaces de evitar que Juan matara a su “reina”, pero al final conseguimos que los cinco pudieran marcharse sin daño alguno. Lo que es seguro es que el día siguiente al que encuentre a su sobrino, iremos de entierro, porque el chaval, conociendo a su tío, despareció de Madrid.

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