" E L B U R R A C O "
Mis padres habían abandonado Madrid y vendido la casa que tenían. Yo trabajaba en un periódico y, aunque me picaba el gusanillo de correr mundo, decidí aguantar en Madrid hasta la llegada del buen tiempo. En el bar leí un cartel en el que se anunciaba que, en la misma calle donde se encontraba el periódico, un matrimonio joven alquilaba una habitación. No lo pensé dos veces y me puse en contacto con ellos, pues me venía muy bien vivir cerca de mi trabajo.
Era un matrimonio procedente de un pueblecito de Cuenca cuyo nombre no diré por razones obvias. Campechanos, agradables, simpáticos y luchando para poder pagar la hipoteca de su casa. Los dos trabajaban y con lo que recibían por el alquiler de dos habitaciones, el dinero les llegaba para vivir dignamente. Ella era muy astuta; decía que su marido tenía que cenar fuerte, por ejemplo, un plato de lentejas, porque su trabajo era duro, pero ella con un poco de jamón y un poco de lomo ibéricos, más el queso de su tierra se apañaba.
Yo sólo aparecía para dormir, que lo hacía de día por mi horario laboral, pero antes de irme a trabajar, mientras ellos cenaban, y después de hacerlo, manteníamos unas tertulias muy divertidas y así fuimos forjando una amistad sincera, hasta tal punto que el marido me invitó a la boda de su hermana que se celebraba en su pueblo natal.
Llegamos por la tarde al pueblo, donde íbamos a permanecer una semana, y Paco me iba presentando a todos como su amigo “el periodista”, más por darse importancia él que por dármela a mí. Así conocí a la maestra, una chica guapa, delgada y muy elegante que acababa de aprobar las oposiciones y ese pueblo fue su primer destino. Enseguida conectamos y tuvimos varias conversaciones muy largas y amenas, pues ella añoraba la vida de la gran ciudad y se encontraba muy desplazada en ese pueblo donde la única diversión era pasear por la calle principal (casi la única) y tomar un café en el bar.
Un día que me encontraba solo en el bar se acercaron a mí ocho o nueve mozos del pueblo, la mayoría unicejos, y hablando en un tono amenazador:
—Aquí tenemos la costumbre de que cuando un forastero festeja con una moza del pueblo tiene que pagar la patente.
—¿Y eso de la patente qué es?
—Pues que tienes que convidar a los mozos del pueblo a unos vinos o vas directamente a la pileta.
Como era invierno, la pileta de un tamaño considerable y yo veía a los mozos capaces de cumplir su amenaza, decidí pagar la invitación, después de la cual todos quedamos tan amigos: ellos calentitos y yo con el bolsillo pelado, pero con la tranquilidad de no haberme zambullido en el abrevadero del ganado.
Otra “alegría” que me llevé fue cuando pregunté a Paco dónde se encontraba el retrete. Me llevó hacia la ventana, y me dijo:
—¿Ves todo ese campo? Pues todo está a tu disposición. Pero puedes ir al bar o a la bodega abandonada; yo te dejaré una linterna para que no pises donde alguien haya estado agachado antes.
Llegó el día de la boda. Todo perfecto, comida en cantidad y de calidad: vino, licores e incluso alguna botellita de whisky. Tuve que bailar con la novia, la madrina, mi compañera de piso y, por supuesto, la maestra, que ya tenía yo mis derechos adquiridos al haber pagado la “patente”. La forma de bailar pasodobles me había producido agujetas en el sobaquillo derecho.
Por la noche, y siguiendo la santa tradición, los mozos pusieron patas arriba el pueblo hasta encontrar a los recién casados con el propósito de que el novio los invitara a anís. Se encontraban en el segundo piso de la casa del alcalde, única vivienda de dos alturas del pueblo. Hicieron una torre humana y fue Paco el encargado de subir a aporrear el balcón de la habitación nupcial.
En pleno invierno, con el termómetro bajo cero, apareció el novio en calzoncillos queriendo arrojar a su cuñado al vacío, pero se lo pensó mejor, volvió a entrar en la habitación y salió con un billete en la mano que le entregó a Paco. Acto seguido se dirigieron, y yo con ellos, a casa del tabernero, lo sacaron de la cama, le hicieron abrir el bar y le dijeron: “anís para todos hasta que se acabe el billete”.
Alrededor de las copas de anís se creó una ruidosa tertulia, donde cada cual contaba las aventuras de su boda u otras bodas celebradas en el pueblo. Allí todos tenían un apodo, como “el Jaro”, “el Penurias”, “el Guindillas”, etc., pero el que más me llamó la atención fue “el Burraco”, individuo de casi cincuenta años, y que el día que estreché su mano hubiese necesitado tres como la mía para abarcar la suya. Con un tono de voz exagerado empezó a relatar su historia:
“¡Ya no hay hombres como los de antes! La noche de bodas a la María le daba vergüenza quitarse la ropa delante mía. ¡Diosssss!, cogí un puñado de garbanzos y los esparramé por el suelo, después le rompí to lo que llevaba puesto, atrinqué una vara de abedul y le dije: como dejes un garbanzo en el suelo te marco el lomo de arriba abajo. Después la cogí en brazos, la llevé a la cama y le metí un viaje que ella me dijo: me has partío los riñones”. Toda esta romántica escena la iba adornando con tacos y blasfemias, que se hubiesen necesitado muchos litros de chanel número 5 para devolver a Dios, la Virgen y los Santos a su olor original.
Yo alucinaba, y lo que más me llamaba la atención era cómo lo jaleaban, le aplaudían y las risotadas se debían oír en todo el pueblo. Era un héroe. La verdad es que a pesar de los años transcurridos, que son muchos, no he podido olvidar esa boda que me transportó a la España profunda.
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