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LOS ESCRITOS DE DISCÓBOLO

VIETNAM

VIETNAM

 

 

Corría el mes de marzo de 1971, cuando a aquella Compañía de Marines estadounidenses, acompañada por un grupo de mercenarios, se le encomendó la misión de limpiar de guerrilleros del Vietcong el triángulo comprendido entre las poblaciones de Ap Loc Thanh, Ba Ra y Bo Tuc, cerca de la frontera con Camboya y una de las zonas más selváticas del país.

 

El capitán Smith dividió la Compañía en varios grupos y nos envió a los mercenarios como avanzadilla, bajo las órdenes del sargento hispano Sánchez. No llevábamos media hora caminando cuando una lluvia de balas cayó sobre nosotros. Los guerrilleros salían de túneles subterráneos, descargaban sus kalashnikov sobre nosotros y desaparecían con la misma rapidez que aparecían. La escaramuza duró pocos minutos y causó tres bajas mortales en nuestro grupo, más un compañero que introdujo el pie en una trampa de bambú. No encontramos a ningún enemigo.

 

Mientras proseguíamos la marcha, la adrenalina y un sinfín de sensaciones se adueñaron de nosotros, entre las que destacaban el miedo y la sed de venganza por los compañeros muertos. A unos 100 metros divisamos una pequeña aldea formada por cabañas de bambú. Pensamos que allí se ocultarían los guerrilleros y procedimos a rodearla y atacarla por varios flancos.

 

Nadie respondió a nuestros disparos; sólo nos recibieron mujeres, niños y ancianos portando banderas blancas. El intérprete preguntaba por los guerrilleros, pero no obtenía respuestas. Mis compañeros no se andaban con miramientos, disparaban a todo lo que se movía, mientras un grupo nos dedicábamos a registrar las cabañas buscando combatientes o cualquier indicio que denotara su presencia.

 

Al entrar en aquella cabaña noté una sensación rara, contuve la respiración y oí un ruido bajo mis botas. Retiré una alfombra de juncos y me encontré situado encima de una portezuela que daba a un pequeño sótano. Abrí la puerta con mucho cuidado sin dejar de apuntar con mi arma hacia la oscuridad que emanaba del suelo. Encendí la linterna y allí, encogidos en un rincón, se encontraba una anciana con tres pequeños. La anciana se incorporó y me miró con ojos suplicantes. Yo llevé mi dedo a la boca para pedirle silencio y después volví a bajar la puerta y poner encima la alfombra de juncos.

 

La operación terminó con una masacre de civiles y el poblado en llamas.

 

Dos meses después me encontraba en Saigón, tomando una cerveza en un bar frecuentado por soldados americanos. Alguien me golpeó en la espalda y, al volverme, me encontré de frente con aquella anciana, cuyo rostro nunca podré olvidar.

 

—Aléjate de este bar todo lo que puedas, ahora mismo.

 

Le hice caso, y cuando llevaba unos metros andados, sentí en mi cabeza el vacío de una fuerte explosión y en mi espalda el empujón de la onda expansiva. Volví la cabeza y vi en llamas el bar donde hacía tres minutos tomaba una cerveza plácidamente.

 

 

 

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