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LOS ESCRITOS DE DISCÓBOLO

MOZAMBIQUE-1

MOZAMBIQUE-1

 Aquellos dos hombres estaban dispuestos a todo con tal de hacer dinero con rapidez, montar algún tipo de negocio y seguir viviendo sus vidas como ciudadanos normales. Se habían enterado de que buscaban “soldados de fortuna” en Mozambique y no se lo pensaron dos veces. Era imprescindible hablar inglés y, aunque uno de ellos no conocía el idioma lo suplía con el portugués, y los dos salieron con dirección a Zambia, ya que Tanzania, Rhodesia y la República Africana apoyaban a Portugal y no permitían actividades bélicas en sus territorios.

El cometido de los mercenarios era hostigar a los portugueses para así conseguir la independencia. Y para conseguir este objetivo, los negritos del COREMO (Comité Revolucionario de Mozambique), y después el FRELIMO, apoyado por la UNAMI, etc., pagaban pero que muy bien para ir arrinconando a los lusos en la capital, Lourenço Marques, y obligarlos a marcharse de su tierra.

Los dos hombres, después de un largo y accidentado viaje llegaron al campamento que los mercenarios tenían montado cerca de Blantyre, pueblo situado en una lengua de terreno perteneciente a Zambia que se adentraba en territorio de Mozambique. Allí tuvieron sus primeros contactos con otros compañeros y advirtieron que el entrenamiento iba a ser muy duro. No tardaron mucho en asignarle su primera misión: atacar por sorpresa a un pequeño destacamento portugués, situado en un pueblo llamado Vila Moatice, cerca del río Zambebe, y volver a la base causando el mayor número posible de bajas, prefiriendo dejar más que muertos, heridos, ya que éstos bajan mucho más la moral en la tropa enemiga.

Los soldados portugueses estaban mucho peor entrenados y con peor armamento que los mercenarios, que utilizaban los últimos modelos de armamento soviético. Todos conocían perfectamente su misión. José era tirador de elite e incluso portaba silenciador, aparte de mirilla telescópica y visor nocturno. Era el encargado de silenciar a los posibles centinelas y, por tanto, el primero en entrar en acción, mientras Emilio portaba el armamento convencional. Aquella noche calurosa los mercenarios llegaron cerca de su objetivo sin que nadie advirtiera su presencia. Empezaba la operación programada para la hora de la cena, y para José era la primera vez que tenía que disparar a alguien que previamente no le había hecho ningún daño. Recibió una seña del jefe de equipo y se colocó el fusil en posición.

Era un hombre joven el que hacía guardia, seguramente un soldado de reemplazo. Fue observándolo a través de su visor telescópico y al colocar la cruz en la sien, aguantó la respiración para evitar cualquier movimiento de su cuerpo y, por tanto, del arma, y apretó el gatillo. No quería hacerle sufrir. El soldado cayó al suelo como si una fuerza invisible le hubiese golpeado en la parte posterior de las rodillas. José no sintió nada. Su mente hizo un esfuerzo para aceptar la idea de que la bala dio en la pared y el centinela se tiró al suelo para protegerse. Nadie en el cuartel notó que en la puerta principal ya no tenían centinela hasta que una granada la arrancó de cuajo. En ese momento, el jefe del grupo ordenó atacar a los mercenarios, excepto a José y tres francotiradores más, por si desde su posición localizaban a militares portugueses. José deseó suerte a Emilio.

Desde el interior del cuartel les llegaban gritos y el casi exclusivo sonido de las armas rusas. El caduco armamento luso poco tenía que hacer. A los pocos minutos se produjo un silencio roto por los quejidos de los soldados portugueses. Los mercenarios volvieron sin ninguna baja. Regresaron al campamento, se lavaron y quitaron la pintura negra de la cara y se echaron a dormir tranquilamente. No todos durmieron, José, por ejemplo, estuvo casi todo el resto de la noche pensando en la forma tan grotesca en que quedó el cuerpo del centinela. No sería el último hombre que tendría que matar en su vida. Estuvieron en Mozambique varios meses, contando por éxito cada misión, ya que el Ejército portugués era escaso y mal armado para proteger una región tan extensa. Una vez terminado su “trabajo”, los mercenarios fueron trasladados a Etiopía desde donde un avión los transportó a Roma, con sus contratos terminados y con una cuenta bancaria tan grande como manchada de sangre de los de siempre: los inocentes.

Al cabo de los años, aquellos hombres muertos por nada, ni por dinero ni por ideales, en tierras muy lejanas a la que les vio nacer, han sido olvidados por el gobierno que los envió allí, e incluso algunos hasta por sus familiares y amigos; pero, en su conjunto, por lo menos uno de sus verdugos por dinero, José, se acuerda de ellos cada día y maldice el momento en que tomó la decisión de creerse Dios, y poder decidir quién tenía derecho a vivir y quién no.

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