Blogia
LOS ESCRITOS DE DISCÓBOLO

MOZAMBIQUE-2

MOZAMBIQUE-2

Tumbado en la cama, a pesar de que el reloj marcaba ya las 9:00 horas, sin la obligación de tener que madrugar para ir trabajar, José se encontraba plácidamente dormido cuando el timbre del teléfono le despertó con su sonido machacón. Pensó que habría surgido algún problema en su negocio y el jefe de cocina le llamaba para comunicárselo.

 

Joder, no saben hacer nada sin mí pensó mientras estiraba la mano para descolgar el teléfono.

Dígame.

José, buenos días, soy Michel. He estado hablando con Emilio y me ha dado tu teléfono: No sabes las ganas que tenía de hablar contigo.

 

Michel era un francés que había compartido con Emilio y José muchas aventuras en África, concretamente en Mozambique. Allí había amasado una pequeña fortuna que les había servido para montar su pequeño negocio de restauración, del que vivía holgadamente.

 

Hombre, Michel, qué alegría oírte, ¿dónde estás?

En París, y quiero decirte que tengo una noticia muy buena para ti. Hay un inglés en Londres que está reclutando “soldados de fortuna” para actuar de nuevo en Mozambique, y ha vuelto a contratar a todo nuestro equipo. A mí me llamó Bernard y me encargó localizar a Emilio y al “Niño”, y aquí me tienes, cumpliendo mi misión.

Yo no quiero volver; ahora vivo bien. No quiero tentar a la suerte otra vez.

Eso decía Emilio hasta que le dije lo que íbamos a cobrar. Vamos a superar en más de un 200 por 100 lo de la vez anterior; además, ya sabes que con el enemigo que nos enfrentamos tenemos todas las de salir victoriosos.

He oído que el ejército portugués ha contratado a mercenarios, y eso sí que me da miedo, pero ¿estás seguro que es un 200 por 100?

Es tan cierto como que si no lo fuese yo no firmaba.

 

No habían pasado diez días y José y Emilio se encontraban, junto al grupo de compañeros, en la selva de Mozambique. De nuevo se vieron inmersos en la rutina del pasado: mucha instrucción para ponerse en forma, ejercicio de tiro y todo lo que conlleva estar  al día en teórica para poder moverse en aquella espesura de vegetación y animales peligrosos, entre los que destacaban las serpientes venenosas de todos los tamaños, que eran los más temidos, porque no se veían venir, sobre todo las víboras. Los síntomas de la mordedura de una serpiente venenosa dependen del tipo de reptil: unas inyectan un veneno que destruye los vasos sanguíneos, provocando un dolor intenso e inmediato y una inflamación tan pronunciada que, a veces, incluso rompe la piel. La decoloración de los tejidos alrededor es un signo que denota que la mordedura ha sido provocada por este tipo de serpientes, aparte de los mareos y las náuseas; otras no te producen dolor instantáneo, pero su veneno ataca el sistema nervioso central y paraliza órganos vitales como los pulmones.

 

La primera semana, aparte de las agujetas, todo iba bien si exceptuamos el cambio continuo de ubicación, unas veces a pie y otras en helicópteros, con el fin de ir adquiriendo movilidad en un terreno tan hostil, para evitar ser localizados por el ejército enemigo. En esta ocasión acampaban en territorio mozambiqueño, por lo que había que estar en una alerta permanente.

 

Pasaban los días y el nerviosismo iba haciendo presa en el grupo de hombres. La inactividad les hacía imaginar malos presagios, porque ellos consideraban que estaban suficientemente preparados para desarrollar con éxito cualquier misión; todos contaban con mucha experiencia, porque, excepto una decena de hombres, el resto ya había participado en combates en ese mismo país. El trasladarse de un lugar a otro sin atacar ningún destacamento los tenía desconcertados: ¿por qué esa inactividad?, ¿no se tenían informes concretos y precisos sobre los destacamentos enemigos?, ¿o quizá el mando no estaba seguro de salir sin bajas importantes y eso lo retenía?

 

Pronto se iban a desvanecer sus dudas. Aquella tarde llegaron al campamento dos helicópteros de transporte y el grupo recibió las órdenes de trasladar el armamento y la munición a los helicópteros y embarcar en ellos. Durante el trayecto recibieron la orden de “camuflaje nocturno”, y así lo hicieron mientras los helicópteros volaban muy bajo, rozando casi las copas de los árboles. Al cabo de un rato, sobre un raso de la selva, los aparatos se posaron muy cerca el uno del otro y los hombres empezaron a descargar todo el material que más tarde necesitarían para llevar a cabo su misión. Después, despegaron y, volando de nuevo a muy baja cota, los helicópteros emprendieron el camino de regreso a la base.

 

El plan consistía en acercarse a pie a un pequeño pueblo, casi una aldea, donde se encontraba un puesto bastante importante del Ejército portugués, y atacarle por sorpresa, primero con morteros, granadas anticarro sobre la entrada, volver al sitio desde donde se bombardeaba, si fuese posible sin bajas, recoger los morteros y desandar el camino hasta el claro en la selva donde los recogerían los helicópteros para transportarlos al campamento.

 

Llegaron frente a la puerta central del destacamento hacia las 0:00 horas y enseguida se dispusieron los morteros en las posiciones más adecuadas, los francotiradores se apostaron en los sitios con mayor visibilidad, y todos, los que iban a atacar y los que se quedarían a custodiar el armamento, intentaron relajarse, haciendo tiempo hasta que llegara la hora H del ataque, tomando café y algo de güisqui. Nadie hablaba, ni hacía ruido, aunque el grupo se mantenía a una distancia prudencial de los centinelas: dos en las garitas exteriores y otros dos que hacían el recorrido por encima de la pared exterior del destacamento, que se trataba de una estupenda fortificación. Eran los peores momentos, porque una vez que sonaba el primer disparo aquellos hombres se transformaban y ya no sentían miedo, era una sensación distinta.

 

José sabía que tendría que ser el primero en disparar y empezó a arrepentirse de haber aceptado volver, pero ya no había marcha atrás, así que observaba una y otra vez a los centinelas a través de su mirilla telescópica. Fue recorriendo, uno a uno, a los cuatro centinelas, estudiando las posibilidades de tiro. Él sabía que le dispararía a la cabeza. Era lo más efectivo, lo más rápido y lo menos doloroso. No había tomado café y su ración de güisqui se la ofreció a Georges, un irlandés que bebía más que el que inventó el alcohol.

 

Estaba inmerso en sus pensamientos, en aquella chica de su pueblo que tanto le gustaba y de la que se encontraba tan lejos, en comprarse un nuevo coche, en comprarle un buen regalo a su madre, en fin, en cualquier cosa para conseguir que su mente no pensara en lo que se le venía encima, cuando el jefe del comando los reunió para explicarle los últimos detalles de la misión.

 

Aquellas explicaciones le sonaron a rutina a José, y, efectivamente, él era el primero en disparar, junto a tres más, uno por centinela. Entre los cuatro francotiradores se repartieron los objetivos, asignándose un centinela para cada uno. La consigna era disparar todos al mismo tiempo para evitar que ninguno de ellos pudiera herir a cualquier componente del comando. El encargado de dar la voz de ejecución era José, el único de los francotiradores que actuó con el grupo anteriormente y, por tanto, gozaba de la confianza del jefe del comando. Él había elegido el que estaba en la parte superior, a la derecha y asignado el resto. Cada francotirador, conforme tenía en el punto de mira su objetivo, iba comunicándolo:

 

Listo el uno.

Listo el dos

Listo el tres.

 

Al oír al tercero, José dio la orden de fuego y los cuatro fusiles, a pesar del silenciador, sonaron al unísono. Tres de los cuatro centinelas cayeron fulminados. El jefe de comando, que observaba a los militares con prismáticos de visión nocturna, dio un grito:

 

El de arriba, a la izquierda.

 

José recorrió rápidamente el espacio que separaba su objetivo al del soldado vivo y volvió a disparar. Esa noche sumó a su lista un hombre que no le pertenecía.

 

¿Quién tenía que disparar a ese hombre?

Yo, pero creo que me he confundido de hombre y he disparado al de la derecha —dijo Favio, un italiano que era la primera vez que pisaba África.

Ya hablaremos de esto en la base.

 

No había tiempo para oír excusas. Se volvió hacia el resto del comando y dio la orden de atacar. Todos los morteros, sincronizados, empezaron a vomitar granadas sobre la guarnición militar. Dos granadas anticarro impactaron en la puerta, arrancándola de cuajo y provocando una lluvia de astillas de madera. La adrenalina invadía los cuerpos de los combatientes: todos ellos gente sin escrúpulos, en distintos grados.

 

A José empezaron a temblarle las piernas, se le secó la boca y un sudor frío recorrió su cuerpo, acompañado de unas náuseas que le costó mucho disimular cuando el jefe del comando echó su última arenga. Pensaba en Emilio, que era uno de los que tenía que entrar a combatir.

 

Tenemos que hacer que nos teman, que sólo pronunciar nuestro nombre los paralice el miedo, así que no tenemos que tener piedad, que la piedad sólo puede traernos problemas, y ellos no la tendrán con nosotros. No pararos a pensar si están muertos o heridos, porque no tenemos mucho tiempo que perder. En cuanto terminen los morteros entraremos en tropel, no quiero ver en ninguno de vosotros ningún síntoma de debilidad. Cuando vengan sus compañeros sabrán que no venimos a jugar.

 

Enmudecieron los morteros y los mercenarios entraron a tropel en el acuartelamiento, excepto los cuatro francotiradores que se quedaban para impedir que nadie huyera de la batalla y vigilar el material. Aquel momento fue aprovechado por José para beber agua y explicarle a Favio lo que se imaginaba que sucedería en relación con el incidente del fallo en la acción de eliminación de los centinelas.

 

Mira, Favio, cuando te pregunten qué pasó no se te ocurra decir que te equivocaste de hombre.

¿Ma que cosa poso dire?

Esto es muy serio, has puesto en peligro la vida de los miembros del grupo; si el soldado dispara una ráfaga contra nosotros alguien podía haber resultado muerto o herido. Y te advierto que a ninguno de estos le temblaría la mano para pegarte un tiro. Ándate con cuidado y no te tomes nada a la ligera.

Vale, pero ¿qué puedo decir?

Dile que el fusil se encasquilló, que la bala venía defectuosa, que no te enteraste bien por el idioma. Difícil de creer, pero no reconozcas nunca que has puesto nuestra vida en peligro.

OK, gracias, pero ya le dije que disparé a otro.

No importa, di que después has comprobado el fusil, que estabas muy nervioso y preocupado y no sabías qué decir. Yo te echaré un cable, tengo mucha amistad con Bernard.

 

La conversación fue rota por las luces de un camión que salía a toda velocidad de la fortaleza. José, que a pesar de su corta edad era el que daba las órdenes a los francotiradores, dio un grito:

 

El 2 y el 3  a las ruedas, el 1 y 4 a la cabina.

 

Los disparos hicieron su efecto, el camión derrapó y seguidamente dio una vuelta de campana, quedando con las ruedas hacia el cielo y sus ocupantes aplastados por el peso del vehículo. Fue un alivio para los cuatro porque si el camión se escapa hubiesen tenido problemas, mucho más después del fallo con los centinelas.

 

Poco a poco los disparos se fueron distanciando en el tiempo, pero seguían oyéndose gritos ininteligibles mientras los hombres salían de la fortaleza corriendo y, lo que nunca había visto José, transportando dos bajas: un muerto y un herido de gravedad. Los guerrilleros que no habían participado en el interior de la fortaleza se apresuraron a preparar dos camillas para transportarlos al campamento. Les dio tiempo ha hacerlo porque nadie les molestaba: ninguna luz de las casas del poblado se encendió. Nadie quería recibir un disparo, e hicieron bien.

 

Emprendieron el camino de regreso hacia el lugar de la selva donde debían ser recogidos por los helicópteros. El trayecto lo hicieron a un buen paso de marcha, sin decir nadie ni una sola palabra. Llegaron al lugar de recogida y los helicópteros aún no habían llegado porque la operación duró menos de lo esperado. Así que tuvieron, por precaución, que ocultarse en la espesura de la selva, en los límite del helipuerto que habían improvisado.

 

Allí ocultos pasaron más de una hora en silencio, pensando, quizá, en lo recién vivido. Unos permanecían con la mirada perdida, mientras otros mantenían sus cabezas entre las manos para conseguir concentrar su pensamiento con más nitidez, alguno se secaba el sudor ya frío o intentaban no pensar en nada. El ruido de los helicópteros de transporte hizo que todos se pusieran en estado de alerta y preparados para embarcar. Así que fueron entrando, dando preferencia a las dos camillas. El poder de la morfina hacía que el herido no sintiera dolor, aunque era consciente de su gravedad y se aferraba a la mano de un compañero, sintiendo que, sin dolor, su vida se iba acabando. Y no se equivocaba: no había pasado ni media hora cuando dejó de respirar.

 

El viaje de vuelta se realizó en pleno silencio, roto de vez en cuando por alguna maldición de aquellos hombres que eran conscientes de que no habían realizado bien su trabajo: dos bajas en una operación quedaba muy lejos del objetivo de tantas horas de entrenamiento y preparación, que no era otro que buscar la perfección.

 

Los aparatos se posaron lentamente en el helipuerto de la base y fueron remolcados hacia el hangar. Los hombres descendieron con orden, contrariamente a lo que pensaban todos, de marcharse a dormir. Las horas de descanso fueron pocas, ya que a primera hora de la mañana se encontraban todos reunidos en el hangar cubierto por la red que lo mimetizaba con el entorno para evitar ser localizado desde el aire. Bernard se encontraba encumbrado sobre una peana desde donde podía ser divisado por todos los componentes del comando, y empezó a hablar con la voz un poco quebrada, ya que no pudo dormir en toda la noche, dominado por los sentimientos que le produjeron la muerte de dos de sus hombres:

 

Jamás había perdido dos hombres, y eso me tiene desolado. Posiblemente hayamos hecho algo mal y tendremos que perfeccionar nuestra forma de actuar para que esto no vuelva a repetirse. Así que si alguien pone en peligro la vida de mis hombres por su ineptitud, seré yo mismo quien le dispare a la cabeza, y esto lo digo por ti, Flavio mientras pronunciaba estas palabras su dedo acusador apuntaba al italiano, que no se atrevía a articular palabra. Además, tengo una mala noticia: el Ejército portugués cuenta en sus filas con varios comandos de mercenarios que tratan de localizarnos. Ahora entenderéis el por qué de las cantidades que se nos pagan. Tendremos que andar con cuidado de no ser atacados por sorpresa y, si es posible, adelantarnos a ellos en un encuentro que más tarde o temprano se tendrá que producir.

 

Estas palabras se convirtieron en una profecía que se cumpliría de forma inexorable. El tiempo fue pasando y no se tenían noticias de los mercenarios del Gobierno portugués, así que los hombres de Bernard se dedicaban a hostigar los acuartelamientos enemigos sin grandes problemas y con bastante éxito en sus misiones. Habían pasado seis meses cuando los informadores nativos trajeron a la base noticias de que un grupo de hombres blancos armados estaban instalando un campamento a una distancia aproximada de unos 20 kilómetros. Bernard decidió, aprovechándose del factor sorpresa, dar el primer golpe por aquello de que “el que golpea primero, golpea dos veces”, así que mandó municionar los helicópteros con misiles aire-tierra y ametralladoras de grueso calibre.

 

La expedición estaba formada por tres helicópteros de ataque y dos de transporte, en los que irían los hombres que terminarían el trabajo de los misiles. Los cinco aparatos  despegaron y se dirigieron hacia el objetivo volando en formación dispuestos de forma adecuada para abarcar la mayor visión posible sobre la selva, aunque se antojaba una misión casi imposible dada la exuberante vegetación de la zona.

 

No habían volado una distancia superior a siete kilómetros cuando se oyó un repiqueteo en el fuselaje de uno de los helicópteros de transporte, y casi al unísono la voz del piloto, que sonó como una mezcla de angustia y enfado:

 

Nos están disparando. Sentaros sobre el casco, protegeros las pelotas.

 

Por el calibre de las armas y los impactos en el aparato Bernard llegó a la conclusión de que se trataba de una patrulla de reconocimiento, compuesta aproximadamente por una docena de hombres, por lo que decidió descender a tierra y atacarlos por su retaguardia en dirección a la base, con el fin de aislarlos y que no tuviesen posibilidad de entablar contacto con el resto de sus compañeros. Mientras los helicópteros de ataque hostigaban a aquel minúsculo grupo de exploradores, los de transporte dejaban a los hombres de Bernard dispuestos a terminar con el enemigo por la vía rápida. Se desplegaron en forma de abanico y, siguiendo las coordenadas recibidas desde el aire, comenzaron una operación envolvente con el fin de que no pudiese escapar ninguno. El combate duró muy poco, pues ante la lluvia de fuego que recibían los hombres sitiados, decidieron rendirse y sacaron una bandera blanca. Bernard interrogó a uno de ellos:

 

¿Cuántos hombres sois?

No sé.

 

Esta respuesta arrogante molestó mucho al jefe del comando, y dirigiéndose hacia el irlandés, con una tranquilidad pasmosa le ordenó:

 

Mátalo.

 

No tuvo que repetir la orden, el irlandés desenfundó su pistola y le disparó a la cabeza, lo que hizo que el mercenario cayese hacia atrás, quedando boca arriba y con cara de sorpresa, como si la última sensación antes de morir hubiese sido la de incredulidad. Dirigiéndose al siguiente le hizo la misma pregunta:

 

¿Cuántos hombres sois?

 

Esta vez si obtuvo respuesta y continuó preguntando cuestiones tácticas, sobre el armamento que disponían, su ubicación, etc. Cuando quedó satisfecho de las respuestas recibidas ordenó que los mataran a todos. Otra orden que no dudaron en cumplir: los fusiles de asalto empezaron a vomitar plomo sobre aquellos hombres y, después de comprobar que estaban muertos, Bernard dijo:

 

Sabéis que nosotros no hacemos prisioneros, es nuestra ley, y ahora volvamos a los helicópteros para terminar la misión que habíamos interrumpido. Tengo la impresión de que no son tan profesionales como decían o se han puesto nerviosos: es un suicidio que 12 hombres aislados ataquen a una patrulla aérea; tendrían que haberse quedado escondidos y en silencio.

 

Nada más decir esta frase se oyó un disparo y todos pudieron ver como un mercenario que no se había entregado, caía al suelo sin haberle dado tiempo a lanzar la granada que portaba en su mano. Todos miraron hacia el lugar de donde había salido el disparo y vieron que el arma de José aún soltaba un hilo de humo. Bernard, dirigiéndose a Favio le dijo:

 

¿Ves?, esto es lo que se llama proteger a los compañeros, aplícate el cuento aunque a José no le dijo nada, lo dejaría para mejor momento.

 

Y la verdad es que José no estaba en alerta continua por proteger a sus compañeros, su vigilia se la producía el pánico que le daba pensar que podía morir absurdamente, por él y por Emilio: su vida sin él no sería igual.

 

Una vez en las aeronaves se dio la orden de proseguir. Bernard pensaba que no sería muy difícil deshacerse de los mercenarios del Gobierno portugués y así conseguir un prestigio y una reputación que haría subir su “caché”. La información conseguida del prisionero sobre el contingente enemigo y la ubicación de su armamento le daba cierta seguridad y confianza en el éxito de la misión. Los helicópteros de ataque, más rápidos y operativos que los de transporte, se adelantaron en un vuelo rasante y a toda velocidad, como si los pilotos tuviesen ganas de terminar cuanto antes. Habían pasado sólo unos pocos minutos cuando se oyó en los helicópteros de transporte la voz del piloto jefe de la expedición:

 

Atención Charly-1, objetivo localizado, procedemos a Alfa-Tango (AT=Ataque).

Recibido, adelante  y suerte.

 

El ataque fue brutal, sobre todo por lo inesperado, para los hombres que estaban en tierra. Los misiles aire-tierra salían despedidos de los  helicópteros en dirección hacia las lanzaderas de misiles tierra-aire de la base, el polvorín y fortificaciones donde se encontraba el personal, creando una masacre entre los hombres y muchos daños materiales. Una vez descargada su mortífera carga, las aeronaves se retiraron en dirección a su base para remunicionar por si se necesitaba una nueva intervención. Mientras tanto los helicópteros de transportes habían dejado en tierra a los hombres, que se dirigieron hacia el campamento enemigo con el fin de liquidar la misión.

Se encontraron con un número superior del que les había comunicado el prisionero y la batalla cuerpo a cuerpo se produjo con evidente ventaja para los atacantes, que se encontraron con un grupo de hombres desconcentrados. La refriega duró varias horas, hasta que murió el último defensor del campamento, pero los hombres de Bernard tampoco tuvieron su mejor día: murieron doce hambres y siete resultaron con heridas graves, pero al fin volvían a su base con la tranquilidad de que los mercenarios enemigos habían sido eliminados.

 

En el viaje de regreso, en los helicópteros, unos permanecían callados, con gesto muy serio; algunos temblaban sin poderlo controlar y a otros les resbalaban por las mejillas lágrimas por los compañeros caídos.

 

José y Emilio se fundieron en un abrazo interminable, mientras los dos susurraban: “nunca más, nunca más”.

 

No había pasado una semana desde la batalla cuando Bernard los volvió a reunir en el hangar y les dijo:

 

Esto se ha acabado. Los portugueses han puesto fecha para la independencia y nuestro trabajo ha terminado. Así que quiero daros las gracias por todo, aunque hemos sufrido más de lo que esperábamos por los compañeros que se han quedado en esta tierra, por unos malditos días. Sólo deciros que cuento con vosotros para próximas misiones, se produzcan donde se produzcan. Ahora, cambiaros de ropa, dentro de una hora regresamos a casa.

 

Los mercenarios se abrazaban, bailaban y daban gritos de alegría. Para más adelante les quedaba a cada uno de ellos su período de meditación, que le duraría lo que le dictara su conciencia.

 

FIN

 

0 comentarios