PESCADERO AMBULANTE
Aquella noche era una noche fría, había niebla y el termómetro rondaba los 4º C en aquel paraje de la Serranía de Ronda. Juan se dirigía, montado en su mula, hacia el mercado central. Era pescadero, pescadero ambulante; compraba el pescado en Ronda y lo iba vendiendo por los pueblos: su especialidad eran las sardinas, ya que en aquellos años las economías de la gente de los pueblos no podían permitirse otra pesca de mayor calidad.
Una vez en el mercado se dirigió hacia su proveedor habitual, que ya le tenía preparadas las cuatro cajas que normalmente adquiría, que suponían el peso que podía aguantar la mula con comodidad para ir atravesando aquel encrespado terreno montañoso. Cargaron al animal con las cuatro cajas, dos a cada lado y emprendió su marcha para buscarse la vida, como cada día.
Como ya dije, la noche estaba nublada y se hacía difícil caminar por terrenos pedregosos. Ya adentrado en la sierra, y aún siendo de noche, a punto de amanecer, la mula dio un resbalón y la carga se desequilibró, sin llegar a caer, pero quedó en una posición que al animal le impedía caminar. Juan se desesperó al ver la situación, se sentía incapaz él sólo de colocar bien la carga y se encontraba en un sitio por donde no solía pasar nadie.
Intentó de mil formas que la carga volviese a su posición original, pero fue imposible…, no podía. Se sentó jadeando por el esfuerzo y pensando la forma que podría continuar. No sabía si volver a Ronda a pedir ayuda o hacerlo al pueblo más cercano. De repente, oyó una voz a su espalda que le decía:
—Buenos días, buen hombre, qué le sucede.
Juan creía alucinar, frente a él se encontraba un hombre muy alto y fuerte, cubierto por una capa y una capucha que le impedía que se le viese la cara.
—Amigo, por favor, ayúdeme, se me ha desequilibrado la carga y no puedo colocarla yo solo.
El hombre le ayudó. Cada uno se puso a un lado de la mula y, entre los dos, consiguieron sujetar el cargamento. Ya terminada la faena, Juan se agachó debajo de la mula para apretar la cincha que asegura la albarda, sus manos tropezaron con las manos de quien le ayudaba, y notó unas manos huesudas, esqueléticas, descarnadas.
Con los vellos erizados por el pánico se puso rápidamente de pie y comprobó que frente a él no había nadie, pero que la carga estaba perfectamente estabilizada.
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